10 BLOQUE. METAFÍSICA. METAFÍSICA HUMANA.
La persona y el saber metafísico
La
persona y el saber metafísico
La intención principal de este
trabajo es demostrar que la metafísica es un saber personal. El conocimiento
del ente en cuanto ente es, desde luego, posible al hombre; porque la esencia
extramental está coordinada con el entendimiento humano. Pero advertir la existencia extramental, como
alcanzar la personal, para distinguir ambas de sus propias esencias e ingresar
en el ámbito estrictamente trascendental, es tarea exclusiva de la persona
humana. El encuentro del ser creado del universo, y el inicio del conocimiento
del ser del creador, sólo está al alcance de la libertad; porque el creador lo
es también del propio ser personal, desde el cual el hombre se refiere
libremente a su creador.
Palabras clave: Ente,
Metafísica, Persona, Entendimiento, Trascendental, Esencia, Libertad.
Introducción
Decir que la filosofía primera
es un saber humano parece algo obvio. Especialmente si se tiene en cuenta
aquella observación, atribuida a Pitágoras, que Platón expresa en el Banquete (202e),
de que ni los ignorantes ni lo sabios, es decir ni animales ni dioses,
filosofan: sólo los
hombres pueden filosofar; aman la sabiduría, y buscan saber más a partir
de lo que ya saben. La sabiduría, dice Aristóteles en su Metafísica (I,
2; 982 b 9), es la ciencia que se busca.
Buscar, evidentemente, es algo
al alcance de nuestra limitada naturaleza; pero la búsqueda, en su sentido
principal, emerge radicalmente de la persona. Con toda propiedad, es al ser personal creado al
que corresponde buscar interiormente… su réplica: otro como él; para
alcanzar en ella su identidad y plenitud. En el fondo de sí, la criatura
personal busca a su creador.
Y, por eso, lo que afirmamos aquí es que la
metafísica es un saber personal, no simplemente humano. Porque no se obtiene
con las solas potencias, materiales y espirituales, propias de la humana
naturaleza, en particular con su entendimiento;2 sino
que tan sólo está al alcance del ser personal que dispone de esa naturaleza, y
que es un ser intelectual creado: que busca la réplica de que carece. De
esa búsqueda de la plenitud del saber nace la metafísica: el conocimiento de la
creación del universo.
El conocimiento del ente en
cuanto ente es, desde luego, posible al hombre; porque la esencia extramental está
coordinada con el entendimiento humano. Pero advertir la existencia
extramental, como alcanzar la personal, para distinguir ambas de sus propias esencias e
ingresar en el ámbito estrictamente trascendental, es tarea exclusiva de la persona humana.
El encuentro del ser creado del universo, y el inicio del conocimiento del ser del creador,
sólo está al alcance de la
libertad; porque el creador lo es también del propio ser personal, desde
el cual el hombre se refiere libremente a su creador. La criatura natural
demuestra rigurosamente la existencia del creador; pero su conocimiento
requiere libertad, porque inicia la relación de la criatura personal con su
creador. Sin embargo, no
hablamos aquí de una libertad de elección; sino más bien del enlace entre la
búsqueda personal y el encuentro de la creación, pues éste no es posible sin
aquélla.
Este carácter personal propio
del saber metafísico ha de señalarse tanto en su dimensión metódica, como en su
dimensión temática.
Que el saber metafísico
dependa de la persona y no de su naturaleza lógica se aprecia en que el saber
al alcance de la humana naturaleza requiere una cierta recepción de
información: el
entendimiento depende de la previa información sensible; mientras que el saber
personal es libre… concretamente, de esa dependencia. Por eso, la metafísica es más
bien una suerte de efusión que sale de la persona; la cual, en particular con
la metafísica, se abre desde su interior hacia fuera.
Nuestro entendimiento
encuentra las cosas recibiendo su noticia; y, a partir de la información
recibida, encuentra luego algo más con sus propios descubrimientos e
invenciones; concediendo que descubrir
corresponde a la actividad
teórica, e inventar
a la práctica. Pero
todo descubrimiento tiene algo de invención, porque el entendimiento suscita
las nociones, conceptos y teorías que expresan la inteligibilidad de lo real; y
toda invención tiene algo de descubrimiento, de sacar a la luz una posibilidad
o potencialidad que la realidad albergaba oculta o latente.
En cambio, por proceder de la
persona, la metafísica consigue
un encuentro, el de la creación del universo, que no es un descubrimiento al
alcance de la naturaleza del hombre, ni tampoco una invención humana; porque exige, por parte de la
persona, un salir al encuentro, una libre iniciativa, un dar de sí, sin el cual
no se alcanza.
Con todo, este salir al
encuentro es algo paradójico, como se suele indicar con la expresión descriptiva
del quehacer metafísico
que reza “dejar ser al ser”; porque el saber metafísico, siendo un
ejercicio activo del intelecto personal, un libre salir al encuentro –como
digo–, exige a la par cierta renuncia al ejercicio del entendimiento, para
advertir la mutua vigencia de los primeros principios, su valer entre sí, es
decir, al margen de la humana inteligencia.
Porque los principios
predicamentales, las causas que conforman la esencia del universo, están
coordinados con el entendimiento humano: el orden del universo es estrictamente
necesario, pues el fin del universo es ser conocido por el hombre.3 Pero
los primeros principios no se refieren al hombre, sino que son vigentes entre
sí, mutuamente; por eso desbordan el alcance del entendimiento humano, con su
dependencia de una previa información sensible.
Esto que decimos está
reconocido por la tradición: el hábito de los primeros principios, que
estipulamos como método de
la metafísica,4 es
un hábito nativo del intelecto personal, es decir, innato, no adquirido con el
ejercicio de las operaciones del entendimiento.
Los hábitos, también éste de
los primeros principios, son –según se mire– una posesión, una relación y una
disposición estable, es decir una cualidad.
a) Y lo que la persona humana
posee y la metafísica indica es cierta apertura hacia fuera, hacia la realidad extramental;
cuyo símbolo es el rostro, que mira en derredor. Pero la mirada metafísica no
alcanza a poseer su objeto, a verlo: porque su temática es superior al
entendimiento; de aquí la apelación a la libertad del intelecto personal.
b) La relación que la
metafísica muestra es un tipo de coexistencia, si bien no la más propia y
profunda del hombre, que es la que le vincula con su creador. La metafísica expresa la
coexistencia de la persona humana con el ser del universo, más allá (meta)
de la vinculación, el orden, que guardan la esencia extramental, que es el
universo, y la del hombre; más allá también de la sola habitación del mundo, o
de la continuación de la naturaleza.
c) Y la cualidad que el saber metafísico
manifiesta es la generosidad de la persona humana: que no se ocupa sólo
de sí misma, sino de otra criatura inferior a ella; para advertir su referencia
a la identidad originaria del ser. Lo que hace además sin esperar una
correspondencia, que el ser del universo, por su parte, tampoco sería capaz de
darle.
De manera que la metafísica no es un ejercicio del entendimiento humano
dirigido a comprender mejor la información que tenemos acerca de cuanto nos
rodea, y que tomamos de los sentidos, sino que es un ejercicio del intelecto
personal que advierte la mutua vigencia de los primeros principios, previa a
todo cuanto en el universo ocurre; o un acto de libertad, con el que la persona
humana, olvidada de sí, muestra su generosidad para con los seres naturales,
buscando la referencia que ellos mantienen con el creador.
2.
La repercusión del saber antropológico en la temática metafísica
La índole personal de la
metafísica ha de corresponderse también con su temática. Pues la metafísica, como
dijimos, más que
adquirirse desde fuera, brota desde la persona hacia fuera; de modo que,
hasta cierto punto, cabe decir que sin la conciencia del propio ser, no podría atribuirse el ser a las
cosas.5
Y ello, aunque ciertamente la metafísica
trate del ser, de la existencia, extramental. Pues, en el orden de los
principios, los primeros son los actos de ser extramentales; con todo rigor, la existencia es absolutamente
lo primero.
Comprobaremos aquí la
redundancia temática de la índole personal del saber metafísico en dos de sus
tópicos, que nos parecen neurálgicos, paradigmáticos y suficientemente
ilustrativos de lo que aquí se afirma. Son: la distinción de los primeros
principios y la conversión de los trascendentales.
Que el saber metafísico
dependa de la persona y no de su naturaleza lógica se aprecia en:
Con nuestra anterior
estipulación del hábito de los primeros principios como método de la
metafísica, se corresponde el que la temática metafísica es el valor existencial de esos primeros
principios: su vigencia real más allá de su formulación lógica. En tanto que
principios en el orden del conocer, sólo regulan la referencia del pensamiento
a la realidad; pero, como tales reglas lógicas, los primeros principios no son
informativos de la realidad a la que remiten, sino fórmulas vacías. En cambio,
como principios del orden del ser, son mutuamente vigentes; y permiten por ello
la comprensión de la creación del universo: la intelección de la distinción
entre ser creado e increado en el ámbito de la realidad extramental.
Pues bien, según Polo,6 los
tres primeros principios,
el de identidad, el de no-contradicción y el de causalidad trascendental,
no han sido suficientemente distinguidos en la historia del pensamiento humano.
Por eso se ha producido una
mala agrupación, como dos maclas entre ellos: la macla antigua, que asociaba el
primer principio de identidad con el de no-contradicción (introduciendo a Dios
en el mundo); y la macla moderna, que asoció el primer principio de causalidad
trascendental con el de identidad (introduciendo al mundo en Dios).
Lo procedente, en cambio, es asociar el primer principio
de no contradicción con el de causalidad trascendental; porque ambos designan
la existencia extramental creada, respectivamente, en cuanto que distinta de la
esencia del universo, o bien en cuanto que vinculada con ella. Por su
parte, la identidad de la existencia
divina con su propia esencia es originaria, y hay que preservar su
trascendencia distinguiéndola tajantemente de la existencia creada.
Pues bien, nuestra sugerencia7 es
que la precisa distinción entre los primeros principios es una redundancia
sobre la metafísica del saber sobre sí que alcanza la persona humana; o una
consolidación de la metafísica desde su ampliación con la antropología,
considerando a ambos como dos distintos saberes trascendentales.
Porque la distinción entre el primer principio de
identidad y el de no-contradicción se aclara desde la noticia del propio ser
espiritual, y en concreto de su intelección. La diferencia8 entre
el primer motor de la Física aristotélica y la noesis noeseos de
su Metafísica es irreductible desde esta observación. Los esfuerzos por
reducirla para asegurar una supuesta unidad en el corpus aristotélico hacen un
flaco favor a la metafísica, por aferrarse a la macla de esos dos primeros
principios. En su contra, la
noticia del intelecto personal eleva la identidad existencial más allá de la
existencia no contradictoria del universo, que es la causa primera de cuanto en
él ocurre.
Paralelamente, la distinción
entre el primer principio de identidad
y el de causalidad trascendental también depende de cierta noticia del ser espiritual:
en este caso, la del amar personal. Porque sólo en el dar y aceptar
interpersonales se aprecia una fecundidad ontológica superior a la causalidad,
pues ésta sólo permite pensar su génesis en términos de emanación a partir de
un primero. Pero, si uno emana de otro, no hay más de un primer principio, y no
una pluralidad de ellos. En cambio, que la creación sea libre y no necesaria,
apela a su índole personal; de acuerdo con la cual la creación no es mera
causación, sino una donación: la donación del ser a otro.
Se comprueba entonces que el
conocimiento del propio ser espiritual aclara la distinción entre los primeros
principios, en orden a apreciar su mutua vigencia. Y algo parecido ocurre en el
tema de la conversión de los trascendentales.
b.
El tema de los trascendentales
La doctrina de los trascendentales, con algunos precedentes antiguos,9 se
forja en el siglo XIII, en la universidad de París, y a partir de tres notables pensadores:
Felipe el canciller, Alejandro de Hales y Alberto Magno;10 a
éstos últimos siguieron destacadamente Buenaventura de Fidanza y Tomás de
Aquino. Entre la Summa de bono de Felipe el canciller (1228) y
el De veritate tomista (1256-9) median sólo
treinta años, en los que florece esa doctrina.
A partir de lo que afirmaba
la Summa de bono, esto es, que los trascendentales son comunísimos según su supuesto
pero difieren según su concepto, se suele decir que los trascendentales no se
distinguen de la entidad con distinción real, como la esencia de la existencia;
ni tampoco con una distinción puramente concebida por la razón, sino con la
llamada distinción virtual menor,11 que
es una distinción de razón con algún fundamento en la realidad. Pero uno
no tan grande que comporte una estructura real entre ese fundamento y la
distinción fundada, en particular, la estructura de potencia y acto; sino más
bien otro menor, que soporta la distinción como lo implícito sustenta lo
explícito.12
De modo que los trascendentales,
aunque explicitan distintas perfecciones del ente, son realmente idénticos entre sí, y por ello, equivalentes y convertibles;
no obstante lo cual, ya que obedecen a distinta razón, cabe establecer cierta
jerarquía entre ellos.
En el De veritate
tomista (I, 1) la lista
de los trascendentales es ésta: el ente es lo primero, y a él se añaden unidad y cosa (o
realidad) como trascendentales absolutos; y después algo, verdad y bondad como
trascendentales relativos, o al menos mediados; algunos autores y seguidores
del Aquinate añaden
además como trascendental
la belleza.13
Si se afirma que los
trascendentales son idénticos en la realidad pero difieren por su razón,
entonces habrá que atender a la realidad a la que corresponden antes que a la
razón en que difieren. Y, en nuestra opinión, de ello distrae una excesiva
discusión sobre el tipo de distinción con que los trascendentales se
distinguen.
En esta línea de
consideraciones, el examen de los trascendentales mejora si en vez de aceptar
la prioridad, más bien cognoscitiva, del ente (id quod habet esse), se
entiende que la índole trascendental
corresponde primaria y propiamente a la existencia (esse, o actus
essendi), a la que remiten los demás trascendentales; una precisión que
estimamos aún más radical que la de Cayetano14 al
preferir el ente como participio antes que el ente como çnombre. Nos parece que
esta precisión es la que permite a Polo rechazar los trascendentales cosa y
algo, entender la unidad trascendental no en sentido negativo, de indivisión,
sino en el sentido positivo de identidad, y ampliar los trascendentales
metafísicos con los antropológicos.15
Y en esa misma línea de
consideraciones, y justo porque lo primero es la existencia, conviene recoger
la observación de Alejandro de Hales:16 los
trascendentales son primeros, pero de distinto modo en metafísica, que en
antropología o en teología. Incluso podría sugerirse17 que
en metafísica sólo
interesa propiamente el orden entre los trascendentales, pues su estricto tema
es justamente la prioridad del ser, los primeros principios. A la
antropología, en cambio, le es propia la cuestión de la conversión de los
trascendentales, como vamos a ver ahora. Y en teología, puesto que Dios es la
identidad originaria del ser, la distinción de los trascendentales ha de tener
otro sentido que el que presenta en las criaturas.18
A los trascendentales, considerados como atributos divinos, se les suele
otorgar una distinción virtual menor extrínseca, porque su fundamento proviene
de las criaturas y no de la simplicísima realidad divina. En cambio,
para Buenaventura de Fidanza, en la identidad del ser originario los trascendentales
son apropiados por las personas divinas, non quia fiant propria, cum
semper sint communia, sed quia ducunt ad intelligentiam et notitiam propriorum,
videlicet trium personarum,19es una posición muy razonable.
Por otro lado, la secuencia
implícito-explícito designa, mejor que la manifestación de la virtualidad del
ser, el proceder gradual de la razón humana; y ya fue empleada por la lógica
medieval para comprender la estructura judicativa: el sujeto implica lo que el
predicado explica. Por eso, la distinción entre los trascendentales, aun siendo
virtual, puede agrandarse un tanto si no se entiende basada en ese modelo, sino
en una variación real, en la que se activan las virtualidades del ser: sus perfecciones puras.20
Esta activación no es un
cambio: porque la aparición de una no conlleva el cese de otra; sino que la
incluye, de acuerdo con la doctrina dionisiana de las distinciones sin discreción. Ni tampoco un
movimiento, con tránsito de la potencia al acto; porque acontece en el
seno del acto de ser, entre sus simples perfecciones. Es más bien una mudanza,
análoga a la que media entre la potencia, ya cualificada con hábitos, y los
actos que de ella proceden; mudanza que va de un acto, que es el hábito –cierta
cualidad–, a otro que es la operación. Una potencia cualificada con hábitos
actúa libremente desde ellos, mostrando su virtualidad diversamente según los
distintos actos.
De modo que nos cabe proponer
que la distinción de los
trascendentales es virtual, pero no menor sino mayor; porque se basa en
una estructura óntica: no el binomio acto-potencia,
pero sí el binomio hábito-acto.
Paralelamente, la conversión
entre los trascendentales corresponde a la libertad. Porque, entonces, cabe
plantear además si los hábitos, al activarse, exhiben su virtualidad… o bien,
quizá la virtualidad de la libertad: la iniciativa libre que permiten… a quien
dispone de la potencia cuando está cualificada por ellos, y que es un ser personal.
Esta referencia a la libertad
y a la persona no es casual, sino medular para el tema que nos ocupa.
c.
La conversión de los trascendentales
Porque los trascendentales no
solamente equivalen entre sí por identificarse con la existencia, siendo sus perfecciones
internas, sus virtualidades propias; sino que además se convierten unos en
otros, y según cierto orden o jerarquía. Y esta conversión conviene netamente a
la libertad.
En Dios, como es claro, los
trascendentales se identifican; y sólo en tanto que apropiados apuntan a
las personas divinas. Si se considera que la conversión de los trascendentales apunta a su
procesión, habría que decir entonces que, siendo Dios necesario, esta procesión de las personas
divinas es libre. Alejandro de Hales distingue al respecto la procesión
por modo de naturaleza, según la cual se genera la segunda persona, y la
procesión por modo de voluntad, según la cual de las dos primeras procede la
tercera persona divina.21 Es
asunto en el que no podemos entrar.
En el universo, estrictamente
hablando, la existencia no alcanza su conversión con los trascendentales
relativos. El ser del
universo, que es el trascendental absoluto, ignora su verdad y su bondad:
él no las posee, carece de ellas; de modo que si sólo existiera el acto de ser
del universo material no serían posibles, en el orden creado, los demás
trascendentales.22
Precisamente por eso, los demás trascendentales se
dicen relativos: porque apelan al inteligir y al amar personales; de
manera que si no existieran criaturas inteligentes y amantes no cabría hablar
de los trascendentales relativos.23 Los trascendentales metafísicos
relativos se entienden mejor entonces desde los trascendentales antropológicos:
la verdad desde el entender y la bondad desde el amar. Como el ser del universo
no es propiamente amable, ya que no es amante sino impersonal, la aceptación de
su alteridad corresponde, como hemos dicho, a la generosidad de la persona, que
da sin esperar correspondencia.
En definitiva, la persona humana es la
que, al abrirse hacia fuera, advierte la verdad y alteridad de la
existencia extramental creada. Sin esta extensión de la libertad hacia
fuera, no se lograría la conversión de los trascendentales metafísicos.
En la persona humana, por su parte, el significado de la conversión de los trascendentales es el
siguiente. Que la persona
es una criatura libre; que se continúa luego, también libremente, al entenderse
y aceptarse como tal; de modo que entonces se trueca en búsqueda del
reconocimiento y aceptación del creador. Sin este trueque o mudanza, no
se alcanza la conversión de los trascendentales antropológicos; y esta mudanza
es cierta comunicación de la libertad, que desde el ser personal creado anima
al entender y al amar personales en su búsqueda de la réplica.
La tesis es, precisamente, que
la experiencia de esta comunicación de la libertad aclara su extensión a los
primeros principios, con la que logra la conversión de los trascendentales
metafísicos.
Y éste es el otro extremo
anunciado para comprobar que el saber sobre sí del ser espiritual redunda en
beneficio de la metafísica, hasta constituirla perfectamente. Antes, la
distinción de los primeros principios; y ahora, el que la persona, al saberse un ser libre, alcanza
la conversión entre los trascendentales personales, y así entiende mejor la
conversión de los metafísicos que ella misma logra. De manera que se comprueba que la metafísica
es una redundancia de la antropología en el saber humano sobre la realidad
exterior, que lo eleva por encima del poder del entendimiento, siempre
dependiente de la recepción de información externa.
Conclusión
La metafísica es, por este
motivo, inferior a la antropología trascendental; y por eso no puede constituir
el destino del hombre, la plenitud del humano saber. Con esta reflexión
concluíamos el trabajo antecedente dedicado a esta cuestión, que citamos al
principio. No obstante esa inferioridad de la metafísica, es cierto también que
el saber metafísico resulta más asequible al hombre que el antropológico.
Y nosotros vemos en ello una
precisa indicación: casi un ejemplo para elevarse de lo fácil a lo difícil; y
que se refiere, justamente, al segundo de los temas tratados aquí: la
conversión de los trascendentales. La metafísica señala al hombre la conveniencia
de dicha conversión, requerida también, y sobre todo, para que la libertad
creada se dirija hacia su creador.
1. Fundamentación metafísica de la condición personal
Enrico Berti, uno de los
más profundos conocedores contemporáneos de Aristóteles, notable especialista
en historia de la filosofía, también en la Antigua y Medieval, sostiene en
relación con la noción-realidad de persona:
Quien ha puesto de
manifiesto de la forma más completa todas las virtualidades de la clásica
definición boeciana de la persona es sin duda Tomás de Aquino […] introduciendo
una significativa puntualización: “persona significat id quod est
perfectissimum in tota natura, scilicet subsistens in rationali natura” (S.
Th., I, q. 29, a. 3); o bien: “modus existendi quem importat persona est
dignissimum, ut scilicet aliquid per se existens” (De pot., q. 9, a. 4).1
Y, algunas páginas
después:
En resumen, con Tomás de
Aquino se llega a la formulación completa de la doctrina clásica de la persona
humana […]. Estamos ante una doctrina compleja, que no se sitúa en el inicio,
es decir, en la base de la filosofía de Tomás de Aquino […], porque supone
varias doctrinas previas (la ontología, la teología racional, la antropología),
pero constituye, por decirlo así, su vértice, la meta alcanzada, y por eso
recibe de ella una equilibrada valoración.2
El testimonio resulta
más digno de tener en cuenta por cuanto Berti no comparte las tesis sobre el
actus essendi propias de Fabro, Gilson, Cardona y otros defensores de una
interpretación de la metafísica fundamentada en el acto de ser;3 o, dicho de manera un tanto simplificadora, en este punto
concreto considera la metafísica de Aristóteles superior o, al menos, distinta
e incompatible con la de Tomás de Aquino.4
Pues bien, me atrevería
a sostener que lo que Berti afirma y da por supuesto no fue claramente
advertido por Cardona hasta la época en que gestó la Metafísica del bien y del mal. Aunque también
deba añadir, para no incurrir en injusticia, que cuando la dio a luz en esta
obra, su concepción de la persona se encontraba ya en un estado de notable
madurez.
Como es lógico, no se
trata de una novedad absoluta, sino del resultado de un proceso de
profundización, paralelo al que experimenta el acto de ser, que culmina
precisamente haciendo de la persona, en cuanto dotada de un ser superior y
justamente por eso, el núcleo de su síntesis especulativa en torno al hombre y
el cenit de su metafísica.
Que es lo que a su modo,
sin acto de ser, señala Berti y lo que sostiene Mondin de forma del todo
expresa respecto a Tomás de Aquino:
Santo Tomás tiene un altísimo concepto de la persona […].
La considera como una modalidad del ser, es decir, de aquella perfección que en su filosofía es la perfectio omnium perfectionum
e l’actualitas omnium actuum, y justo respecto a esta perfección la persona
ocupa el más alto grado: en
la persona, el ser encuentra su actualización más plena, más excelente, más
completa. Por este motivo, todos aquellos a quienes corresponde el
título de persona son
entes que gozan de una dignidad infinita, de valor absoluto […]. El de persona
es un concepto análogo: […] se predica […] según un orden de prioridad y
posterioridad (secundum prius et posterius); con todo, designa siempre la misma
perfección fundamental: el subsistir individual en el orden del espíritu. Como dice Tomás
de Aquino, con un lenguaje sobrio y preciso: “Omne subsistens in natura
rationali vel intellectuali est persona” (C.G., IV, c. 35).
En perfecta sintonía con
lo que estamos viendo, con lenguaje más asequible, sacando ya algunas
conclusiones más concretas y señalando implícitamente la diferencia radical entre una filosofía de las
esencias y una metafísica del ser, sostiene Caffarra, a quien Cardona
reconoce explícitamente como muy afín a sus propios planteamientos:
Cuanto más intenso es el acto de ser,
tanto más comunicativo de sí es. La capacidad de darse (comunicabilidad)
de una realidad es proporcional a la intensidad de su acto de ser.
Una piedra está cerrada
en sí misma: no tiene ninguna comunicación. Ya algo distinto es la planta, y
así sucesivamente. Mediante
la inteligencia, el hombre se abre a todo.
Tratemos de expresar
esta ley del ser en
términos más técnicos. Lo que uno es, su esencia, está absolutamente
definido, circunscrito. Las esencias, decía Aristóteles, son como los números,
no se puede ni añadir ni quitar a una cifra una sola unidad sin cambiar el
número. La esencia es el
principio de la determinación, aquello por lo que cada uno es lo que es (un
hombre, no un animal; un animal, no una planta). Pero el ser no está
determinado de ninguna manera, no en el sentido defectivo, sino en el sentido
perfectivo. Su indeterminación no se deriva del hecho de que el ser en sí
considerado (o sea, no considerado todavía como el ser hombre, el ser animal,
etc.) sea nada, sino por el hecho de que es la perfección de todas las
perfecciones. Precisamente, por esta superdeterminación, el ser es comunicable
y, cuanto más intensamente algo o alguien participa del ser, tanto más algo o
alguien es comunicativo de sí.
Acabo de sugerir que tal
vez en los escritos anteriores a Metafísica del bien y del mal Cardona no había
aún alcanzado una comprensión plena de la persona. Resumo algunos indicios de
esta hipótesis: además de no dedicarle un gran espacio, la saca a relucir un
tanto tangencialmente, cuando desarrolla otras cuestiones relacionadas con
ella, en particular el alma humana; la considera, sin más aclaraciones, como
parte de la sociedad; hace residir su dignidad en la posesión de una naturaleza
más noble; su constitutivo real (que no formal, eso ya lo ha percibido) se
encuentra en la línea del acto de ser…
Todo lo anterior, como
manifiesta la cita que transcribo a pie de página, probablemente la más madura hasta la redacción de su
ética-metafísica, presenta, junto a aciertos notables, una dosis también
considerable de ambigüedad, en comparación con su pensamiento definitivo. Pero
esa ambivalencia —referida, para simplificar la exposición, a los puntos que he
señalado— desaparece por completo en el libro que guía estas páginas.
1. En primer término, la
persona no solo recibe en él un tratamiento propio y específico, sino que tal
análisis conforma el capítulo con que culmina la tríada dedicada a fundamentar
el conjunto del escrito:10 es decir, el que recoge los aportes de los dos anteriores
y da lugar a una lectura fundada de todo cuanto sigue. Con el añadido de que el
epígrafe apunta en directo a la novedad radical del planteamiento: El acto
personal de ser y no, simplemente, la persona.
2. En segundo lugar, sin
rechazar afirmaciones anteriores, sino cimentándolas ulteriormente, el origen
radical tanto de la eminente singularidad como de la nobleza inefable de la
persona, junto con otros títulos de grandeza que veremos en el resto del
capítulo, se encuentran ahora, más que en la superior naturaleza, en la energía
incomparable de su actus essendi, que lleva consigo asimismo una manera más
alta de tener-ejercer ese ser: per se, aunque participadamente.
3. Por fin, y ya sin
vacilaciones ni incisos atenuantes, es semejante acto de ser lo que constituye
a la persona como tal y, por consiguiente, la fuente de todas las
características que hacen de ella una persona:
Lo que aquí se delinea
no es propiamente un “constitutivo formal” para el supuesto o hipóstasis (como
inútilmente ha buscado la escolástica), sino más bien un “constitutivo real”:
la esencia ut habens esse, siendo, teniendo el ser como acto.
Cuestión que queda realzada
en el nuevo texto que transcribo, entre otros motivos, por el énfasis que
supone la duplicación del in persona:
El suppositum o sujeto
(la persona, en la naturaleza racional) significa la totalidad subsistente, que
tiene a la naturaleza específica como parte formal y perfectiva; y todo lo que
hay en la persona —tanto si pertenece a su naturaleza como si no— unitur ei in
persona, se integra en la unidad concreta personal, de la que el ser es acto de
todo acto y de toda perfección. Así, in persona, se encuentra en el hombre la
relación real a Dios, que marca indeleblemente en la criatura su origen y su
fin y, por tanto, dinámicamente, con el mediante de la libertad, la tendencia a
alcanzar aquella semejanza con su causa formal ejemplar.12
Como es lógico, los
límites impuestos a este artículo impiden que me detenga a considerar el
tratamiento completo de la persona realizado por Cardona. Pero sí presentaré un
par de textos clave, para mostrar, a partir de ellos, las tesis fundamentales
que componen su metafísica de la persona.
El párrafo que mejor
resume esas convicciones se adorna con una tipografía bastante original y muy
significativa:
El principio de
individuación (materia quantitate signata) determina la posibilidad de la
persona humana, pero sólo el acto de ser la constituye. Veámoslo
sintéticamente. ESTE (materia sellada por la cantidad: participación a nivel
formal, doble potencialidad, intervención de los accidentes) HOMBRE (naturaleza:
forma como acto y materia como potencia que recibe) ES (acto de ser) PERSONA
(indica la totalidad real, el subsistente: el habens esse). Y éste es el
término de la generación, porque “la naturaleza no intenta producir la
naturaleza sino en el supuesto y por tanto no intenta generar la humanidad,
sino el hombre”. La humanidad
o naturaleza humana es sólo la parte formal, por la que este subsistente es
hombre y no otra cosa.
Nos encontramos, sin
duda, con simples matices o detalles, pero de extraordinaria relevancia. En
cierto modo, todas las características que en otros escritos he señalado para
definir —de manera afirmativa o por contraste— la hegemonía del acto de ser, se concentran en estas
palabras en grado tan superlativo que «la humanidad o naturaleza humana», donde
antes residía la dignidad de la persona, se declara ahora, sin que por ello se
ignore ni pierda la función que le es propia, «sólo la parte formal».
¿Por qué razones?
Existe una idea que, de
un modo u otro, ha ido emergiendo progresivamente en la obra de Cardona. Podría
resumirse así: sin el acto de ser participado que lo constituye, la esencia
nada es, como nada son, en su caso y dentro de la esencia, la materia y la
forma, nada los accidentes, nada —en particular— las facultades operativas, nada
la operación…
Al menos tres verdades
quieren subrayarse con este tipo de expresiones:
1. En primer término, que el ser es la raíz originaria
intrínseca de todo el ente, en todas sus facetas y en todo su
desarrollo; los demás “elementos” ejercen su función, antes que nada y como
condición de posibilidad, porque
el ser hace que sean (y existan).
2. El acto de ser se constituye,
entonces, como principio de unidad de todo el compuesto o, si se
prefiere, como principio de re-composición, tras la fragmentación (Diremtion,
dirá Cardona, siguiendo a Hegel a través de Fabro) originaria que acompaña a la
creación y al surgimiento de cada ente. Lo que, a su vez, da origen a estas
tres verdades derivadas: a) la unidad está de parte del actus essendi; b) la
división, del lado de la potentia essendi, tomada en toda su amplitud; c) la
recuperación de la unidad, en la medida en que es posible, deriva de nuevo del
acto de ser.
3. Por eso, en el ámbito
predicamental, cada uno de los atributos o propiedades de un ente —entendidos
unos y otras en la más amplia acepción de los términos— deriva de manera
inmediata de uno o más principios, distintos entre sí: el conocimiento, por
ejemplo, de la conjunción de sentidos externos, internos e inteligencia; la
elección, de forma directa, de la interacción entre entendimiento y voluntad;
las funciones vegetativas, de la suma orgánica de las potencias
correspondientes… todo ello sobre el horizonte de la entera biografía de cada
individuo. Sin embargo, en los dominios trascendentales, los del ser, todo ello
remite al mismo y único principio: el acto de ser. El esse se transforma de
este modo en la razón o explicación única —en su ámbito— incluso de lo que en
la esfera de los predicamentos se presenta como opuesto o contrario: unidad y
universalidad, subsistencia y operación, etc.
Algo a lo que, de manera
indirecta, pero efectiva, alude este otro texto:
En el ámbito de lo
creado, la distinción real entre esencia y acto de ser domina soberana en todo,
en cualquier género o predicamento. Es trascendental el ser; y lo que no es el
ser entra en las categorías o predicamentos, tanto si es substancia como si es
accidente.
Todas estas cuestiones
dejan una huella clara en la concepción de la persona, tal como ha quedado
reflejada en los textos anteriores y puede verse en este otro, muy similar,
pero que recoge lo antiguo y lo nuevo de la concepción de la persona propia de
nuestro autor:
Este hombre es hombre
porque tiene la naturaleza humana. Es este hombre porque esa naturaleza humana
está individuada en cuanto la forma substancial (el alma) informa una materia
cuantitativamente determinada y así distinta. Pero en definitiva este hombre es
porque tiene efectivamente acto de ser, por el que esta naturaleza humana
subsiste realmente y es sujeto de su vida y de sus actos, y es “alguien delante
de Dios”, es persona.
En otros artículos
tendremos ocasión de comentar los textos citados, sobre todo en lo que atañe a
la posterior comprensión de la felicidad. De momento quiero seguir reseñando
las novedades de esta etapa de la reflexión de Cardona.
Igual que Berti, Cardona
señala que Tomás de Aquino, aun cuando acoge en primer término la cuasi
definición de persona acuñada por Boecio, la corrige de inmediato y, como
solía, sin apenas dejar constancia de esa transformación, que sin embargo
Cardona sí explicita: se trata de la presencia vivificadora del acto de ser.
Santo Tomás asume la
fórmula de Boecio: “persona en general significa la substancia individuada de
naturaleza racional”;20 pero precisa: aquí “substancia, no se pone en la
definición de la persona en cuanto significa la esencia, sino en cuanto
significa el supuesto”,21 en cuanto designa la particular referencia (habitudo) a
la naturaleza racional común, particular referencia que viene dada por el acto
de ser.
Pero afirma que todavía
hay más y más relevante, aunque esté tan delicadamente dicho que ha pasado
inadvertido a bastantes tomistas. Y es que Tomás de Aquino forja una nueva descripción de
la persona, fundada toda ella en la principalidad del acto (personal) de ser.
Según Cardona:
Es ahí donde se sitúa la
noción de persona, más allá de la definición de Boecio. “La personalidad
pertenece necesariamente a la perfección y a la dignidad de una cosa en cuanto
que a la perfección y dignidad de esa cosa le pertenece el existir por sí
misma, que es lo que se entiende con el nombre de persona”: es decir, le pertenece el ser como
acto suyo, en cuanto directa y amorosamente otorgado por Dios.
Y este es el momento de
recordar algo respecto a la perspectiva desde la que ahora Cardona estudia o,
mejor, contempla, al sujeto humano. El texto merecería un extenso comentario,
que también reservo para ocasiones posteriores:
A partir de la noción
primordial de ente real (id quod habet esse), intelectualmente alcanzada en la
experiencia sensible, la inteligencia —conducida por un amor original— inicia
la búsqueda del fundamento, del Único Todo del que todo participa en cuanto es,
del Ipsum Esse Subsistens, del que todo lo que es procede. Y así llega a Dios.
Entonces se ilumina la creación entera y manifiesta su última verdad. Es en
este momento donde se sitúa la exploración metafísica desarrollada en estas
páginas, por la que se llega a la comprensión de la persona, como participación
del Acto Personal de Ser divino y a Él referida. El hombre sabe ya quién es, de
dónde viene y a dónde va, y sabe que para ir debe querer: sabe que es una
empresa confiada a su libertad. Dios le llama y le auxilia, pero ha hecho al
hombre amoroso y requiere su amor para la unión de amistad a que le destina.
Sólo amorosamente se llega al Amor. A Dios sólo se le puede conocer si se le
ama, porque Dios es Amor.26
Como anticipé, se
introducen aquí palabras y elementos poco habituales, por los tiempos en que
Cardona publicó su Metafísica del bien y del mal, en los tratamientos
propiamente filosóficos; menos, si cabe, en los de metafísica estricta (aunque
sea una metafísica ética, cosa tan infrecuente o más que la anterior); y
todavía menos cuando el punto de referencia era Tomás de Aquino, considerado
todavía por bastantes expertos como intelectualista.27
En estos últimos años se
está poniendo de relieve, sin embargo, lo que Cardona ya indicaba: la
principalidad que, en la doctrina de Tomás de Aquino, corresponde al amor, como
manifestación primordial y nobilísima del acto personal de ser (todo ello con
mayúscula, cuando se trate de Dios). Quizás el libro más clásico, en este
punto, sea el de Wadell, The primacy of love. An introduction to the ethics of
Thomas Aquinas;28 así como el de Pérez-Soba, «Amor es
nombre de persona». Estudio de la interpersonalidad en el amor en Santo Tomás de
Aquino. Y, en un ámbito distinto, por cuanto compone una visión de conjunto de
su doctrina, el de Torrell, Initiation à saint Thomas d’Aquin. Sa personne et
son œuvre.29
Sin embargo, entre
cualquiera de ellos y la exposición de Cardona existe una notable diferencia: y
es que la mayoría de los autores que recuperan el amor en Tomás de Aquino lo
hacen desde una perspectiva ética, teológica, fenomenológica, personalista…,
mientras que —análogamente a lo que realizara el propio Tomás de Aquino—30Cardona
llega a esa conclusión no volviendo la espalda a la metafísica, como sucede de
forma expresa en algunos otros casos, sino precisamente ahondando en ella y
llevando a sus últimas consecuencias cuanto exige el acto personal de ser.
Lo radicalmente nuevo,
más aún que lo que otros buscan expresamente y presentan como novedoso, es esa
unión del rigor metafísico más estricto y la expresión vital y jugosa de quien,
justo al hacer metafísica, se ve obligado a hablar de lo singular y concreto,
de la vida vivida y por vivir.
Lo comenta Melendo, en
los párrafos finales de una conferencia dedicada a Cardona, en un ciclo sobre
metafísicos españoles:
Un Amor, ahora con
mayúscula, en el que Cardona encontraba el sentido último de toda la realidad y
que le llevaba a sostener que “la comprensión del amor es la comprensión del
universo entero, y de modo muy especial la comprensión de la criatura
espiritual, de la persona”,31 y a hablar del cumplimiento de la
filosofía como de una reductio ad amorem. Pero esta reductio «tou» esse ad
amorem, como la califica uno de sus más autorizados intérpretes,32 no supone inversión alguna “del
primado del ens respecto al bonum, sino la comprensión del ser de la criatura
como ser por participación”. En efecto, “el ser participado de la persona no
goza de otra explicación que la gratuidad del amor del Creador, que se lo
‘dona’ en propiedad privada. A su vez la persona, habiendo recibido
gratuitamente el acto de ser, se encuentra llamada a donarse gratuitamente a sí
misma en el amor a Dios y al prójimo: solo entonces se realiza plenamente y
encuentra su felicidad”.33
Ideas familiares al
personalismo contemporáneo y que de algún modo resumen un aspecto importante
del pensamiento de Cardona, siempre que repitamos y subrayemos que en él se
encuentran radicalmente fundamentadas —según vengo sugiriendo— en una fecunda y
sagaz penetración en toda la riqueza del actus essendi, que en las personas
adquiere una configuración infinitamente más plena, caracterizada por nuestro
autor como “acto personal de ser”, que en cierto modo es la clave de su
pensamiento, de su vida y de la muy enriquecedora fecundación recíproca entre
uno y otra.34
Por su parte, en la
amplia y excelente monografía dedicada a Cardona, Porta había escrito:
No hay duda de que en su
reflexión ocupa un puesto central el tema de la persona. En sus textos
encontramos, ante todo, las coordenadas que definen su “situación metafísica”
[…]. Y sobre esta base metafísica despliega un amplio abanico de
consideraciones antropológicas, sobre la relación a Dios y a los demás, sobre el
nexo entre ser y acción, sobre la libertad y el amor. Me parece que cabe
presentar esta parte de su investigación como una contribución original e
importante de “metafísica de la persona”, que se inserta en el amplio
movimiento filosófico que considera necesario radicar la plena comprensión de
la persona en un sólido fundamento ontológico. El mérito de la indagación de
Cardona consiste en mostrar la inagotable fecundidad filosófica de la noción
tomista de actus essendi, que encuentra en la realidad de la persona el culmen
de su perfección intensiva. Y también puede servir, de forma paralela, para
desmentir el juicio sumario de los que sostienen que la metafísica clásica
habría sido superada por las modernas analíticas existenciales, mientras que,
al contrario, se demuestra perfectamente capaz de acoger lo mejor que han
producido estas últimas, a la vez que sana su error fatal: el de la pérdida del
fundamento.35
Tras la lectura de ambos
testimonios y, en particular del último párrafo de Porta sobre la conjunción de
aspectos vitales y fundamento metafísico estricto, no extraña que Cardona
inicie su capítulo El acto personal de ser con las siguientes palabras:
“Ser uno mismo delante de Dios” es asumir
plenamente la propia condición metafísica, y es la raíz de la vida moral.36
Este es el origen y la
fuente de toda originalidad. El que ha osado esto es el que tiene propiedad, es
decir, ha logrado saber lo que Dios le había dado y cree, absolutamente y por
eso mismo, en el carácter propio de cada uno. En efecto, el carácter propio no
es mío, sino que es un don de Dios, con el que concede el ser. Esta es la
insondable fuente de bondad en la bondad de Dios: que Él, el Omnipotente, da de
modo que el que recibe obtiene la propiedad.37
Pero tampoco debería
causar el más mínimo asombro que añada más tarde, en el lenguaje metafísico más
sobrio, siguiendo la estela de Aristóteles, tal como la enriquece Tomás de
Aquino:
Es el suppositum el
sujeto del acto de ser y, por tanto, del obrar y de la relación a Dios
consiguiente a la creación, es el agens relatum, el agente relacionado, capaz
de obrar por sí mismo para alcanzar su fin y originariamente marcado por su
relación a Dios, es el agente religioso. La acción y la relación, lo mismo que
la cantidad y la cualidad y los otros predicamentos accidentales, no son
propiamente entes (simpliciter entia), porque ente es lo que tiene el ser
(quasi habens esse), y esto compete sólo a la substancia, que subsiste. Los
accidentes no son en sí. Si se les puede llamar entes es sólo para indicar que
en ellos y con ellos algo es, son entes del ente (entis entia), dice Santo
Tomás. De ahí la composición y distinción real entre el agente y la acción,
entre el relacionado y la relación, consiguiente a la distinción real entre la
esencia o naturaleza y el acto de ser.38
No asombra, al menos
cuando se está al tanto de la evolución de Cardona y se han estudiado los pasos
principales y los fundamentos de la misma, que Kierkegaard pueda completar a
Tomás de Aquino y ser completado por él. En buena medida, las novedades de
Cardona provienen de esa unión fecunda, como veremos de inmediato.
2. En propiedad privada
Según afirma
reiteradamente Cardona, la extrema singularidad de la persona —tan relevante
para él como para dedicarle todo un apéndice en la Ética del quehacer
educativo—39 deriva menos que nunca de la materia
signata quantitate (con la forma que la actualiza y los accidentes), pues
reside en última instancia en el acto personal de ser.
Oponiéndose una vez más
a lo que considera una desviación del genuino pensamiento de Tomás de Aquino,
Cardona reivindica el carácter de necesidad ab alio (aunque in se) que
corresponde a algunas criaturas. Y para ello acuña una nueva expresión, que
sostiene que, a ellas, el acto de ser les corresponde en propiedad privada,
derivada de la gratuita donación de Dios, que así se lo otorga.
Lo que causa más
extrañeza, hasta el punto de que una tiene que leer sus escritos más de una vez
para caer en la cuenta, es que semejante propiedad, y la necesidad
consiguiente, Cardona no la reserva solo a las personas (humanas y angélicas),
sino que la atribuye también a la materia prima, considerada en su conjunto y,
como es obvio, con las formas sustanciales que sean del caso.
Se trata a veces de
frases un tanto misteriosas, que solo en el capítulo de Metafísica de bien y
del mal que ahora consideramos reciben cierta explicación, más bien indirecta.
Y así, al hablar de la creación y de la relación predicamental que implica en
cada realidad creada, sostiene: «Por lo que se refiere a las criaturas
corruptibles, su ser se encuentra ya en el universo (importante sentido metafísico
de la materia quantitate signata como principio de individuación)».40Explicando
los significados del término naturaleza, escribe: «Esto requiere en los
compuestos de materia y forma un principio de individuación: la materia
quantitate signata, marcada por la cantidad, como parte fuera de las otras
partes. Pero también es aquí el acto de ser lo que hace subsistir al individuo,
aunque este acto de ser está ya radicalmente dado en la creación del universo,
desde el comienzo».41
Desde el otro extremo de
la cuestión —la necesidad participada de ciertas criaturas—, después de
contraponer la filosofía derivada del actus essendi al “formalismo” de la
escolástica y sus derivados modernos, sentencia:
Por aquel camino se
había llegado también al contingentismo universal en alternativa a la necesidad
de Dios en sí mismo, mientras Santo Tomás había reconocido, mediante su noción
de acto de ser, una “necesidad participada” (ab alio), que es la propia de la
criatura espiritual y de la “materia prima” (el universo en su globalidad), en
oposición a la contingencia de los entes corruptibles, cuya aparición y
desaparición, responde a las leyes y al dinamismo o fieri de las causas
segundas.42
Calificaba de un tanto
enigmáticos, ante todo, el entero paréntesis de la primera cita: «(importante
sentido metafísico de la materia quantitate signata como principio de
individuación)», en cuanto parece querer decir que el acto de ser de todo lo
infrahumano —pasado, presente y futuro—, y de cuanto de material hay en el
hombre, «se encuentra ya en el universo». Afirmación que se esclarece algo en
la siguiente —el acto de ser de los individuos materiales «está ya radicalmente
dado en la creación del universo, desde el comienzo»— y vuelve a complicarse en
la tercera, por la identificación implícita —en buena parte debida a la
concisión característica de los escritos de Cardona— entre «la “materia prima”»
y «el universo en su globalidad».
Melendo las ha
interpretado yendo aún más lejos: atribuyendo un único acto de ser para todo el
orbe estrictamente material y otros, de muchísima mayor categoría, para cada
persona humana y, todavía mayor, para cada persona angélica (un acto personal
de ser para cada una de ellas). En un contexto similar al que ahora nos
encontramos, intentando precisar los distintos sentidos en que la persona ha de
considerarse un absoluto, explica:
Desde una perspectiva
más metafísica, lo mismo podría fundamentarse en un hecho entrevisto ya por
Aristóteles, al hacer residir la individuación y distinción de lo corpóreo en
una propiedad de la materia: la materia signata quantitate de los medievales.
Hice referencia antes a
ello al sostener que las substancias meramente corpóreas tienen su ser en la
materia. Como también insinué, el entero orbe infrapersonal ha sido creado de
una vez —con o sin evolución, sería lo mismo—, a través de una materia
“fraccionada en partes”, provista cada una de una determinada forma
substancial. Las formas subsiguientes se educen a su vez de la potencialidad de
esa materia, de modo que, en definitiva, nada radicalmente nuevo surge en el
cosmos material (algo que en los tiempos modernos se apunta al sostener que la
materia-energía ni se crea ni se destruye, sino que solo se transforma).
De ahí que pueda
afirmarse, sin incurrir excesivamente en la metáfora, que la “totalidad del
ser” del universo infrapersonal ha sido ya conferido a este desde el mismo
instante de la creación, y que cada uno de sus nuevos elementos constituye una
disposición pasajera de la materia. De ahí que las realidades infrahumanas se
encuentren sometidas a su especie y al entero conjunto de lo corpóreo como una
simple parte de él. Y de ahí que resulte correcto inmolarlas, cuando existen
razones para ello, en favor del conjunto.43
Y añade en nota a pie de
página:
En semejante contexto,
tampoco parece disparatado afirmar que el acto de ser del universo infrahumano,
incluidos los animales, es solo uno, mientras que resultan cambiantes las
formas sustanciales sustentadas en ese único acto. Hay autores que descubren
estas afirmaciones al menos implícitamente apuntadas en el propio Tomás de
Aquino. Estimo que a esto mismo señala Cardona cuando afirma que la persona
humana posee su ser “en propiedad privada”; su contrario sería que todas las
restantes realidades corpóreas com-parten el único ser del universo
infrahumano.44
No me interesa tanto
pronunciarme sobre la veracidad de la hipótesis, sino extraer de ella algo que
sí es relevante para el conocimiento de la persona, tal como Cardona lo
presenta.45 De todos modos, apunto que si, como en
otros textos sostiene Cardona tras las huellas de Tomás de Aquino, la
individualidad radica en última instancia en el acto de ser, no resultaría tan
asombroso sostener que la de cada persona se corresponde de manera directa y
biunívoca con el acto personal de ser que le es propio, mientras que los
individuos meramente materiales gozan de una individualidad mucho menor, ya que
sigue tan solo a su forma sustancial, siendo el universo en su conjunto el
sujeto propio de una individualidad… que es, por otro lado, muy inferior a la
de cada una de las personas.
Y este segundo aspecto
—el de la unicidad radical de cada persona, derivada de su unidad en el ser,
más que de la mera unidad substancial, que respondería más a los esquemas
meramente aristotélicos— sí que es subrayado por Cardona, elevándolo en cierto
modo a fundamento de su moral metafísica: pues es precisamente la posesión
privada de su propio acto de ser lo que las relaciona, con una relación
predicamental real ineludible, directamente con Dios y señala simultáneamente su
Origen y su Destino.
Como tantas otras veces,
encontramos en Cardona la afirmación directa del hecho, su confirmación
dialéctica a través de lo que supondría el rechazo del acto de ser y, por fin,
la síntesis que refuerza el enunciado inicial. Lo expongo mediante tres citas
escogidas:
1. Simple afirmación: «Las personas
son personales, individuales e irrepetibles, por su acto de ser. “En las
criaturas los supuestos son distintos por el ser”.46 En las criaturas espirituales ese acto
de ser es directamente creado para ellas por Dios: y ese acto de ser constituye
a ese supuesto en persona».47
Lo mismo, de manera más
extensa y en términos muy parecidos a los expuestos en otros lugares, afirma
Cardona en la presentación a la Ética general de la sexualidad, de Carlo Caffarra:
El cuerpo es
efectivamente condición inicial para la existencia del ser humano, pero no es
origen o causa de la individualidad del alma. “Aunque las almas se multiplican
al mismo tiempo que los cuerpos, la multiplicación de los cuerpos no es la
causa de la multiplicación de las almas” (C.G. II, 81); la causa es el acto de
ser directamente creado por Dios para aquella alma. Por eso, cuando sobreviene
la muerte, por indisposición de la materia para seguir teniendo esa forma
sustancial, cuando el compuesto humano —compuesto de alma y cuerpo— se
descompone (queda “exánime”), su materia vuelve a su origen cósmico, pero el
alma sigue subsistiendo como persona: sujeto propio de conocimiento y de amor.
El alma es inmortal porque es en sí misma simple y subsistente, y como tal ha
recibido el ser, ha sido individualmente creada por Dios.48
2. Negación dialéctica,
repleta de resonancias, que no debo ni puedo comentar ahora:
Una vez que Descartes
decidió (porque fue una verdadera decisión arbitraria) abandonar el ser de la
experiencia, para juzgar de todo según la esencia como quididad y definición,
no es que se distinguiera mejor —como él afirmaba— el alma del cuerpo, la forma
de la materia, sino que se hicieron irreconciliables: o forma (res cogitans,
pensamiento) o materia (res extensa, extensión), recíprocamente excluyentes en
sus respectivas nociones abstractas, aunque reductibles lógicamente a la
conciencia, como acto o como contenido: es decir, filosofía de la inmanencia.
Para hacer esto, había que abandonar al subsistente, y —contra toda evidencia—
mantenerse en el nivel de los actos formales. Sin embargo, para mejor
desembarazarse del ser se debían abandonar también las formas substanciales y
replegarse al ámbito de los accidentes: la acción (pensar, querer), la relación
(lógica), la cantidad (la medida como ciencia). La Substancia spinoziana, el Yo
fichtiano, el Espíritu absoluto hegeliano, el Género de Feuerbach, la Sociedad
marxista, el Ser como tiempo de Heidegger… no son más que variantes de aquella
pérdida del subsistente real, consiguiente a la pérdida del acto de ser y de la
participación trascendental, que en vano Kierkegaard trataba de recuperar con
su potente grito ético y religioso en favor del singular.49
3. Síntesis superadora y
fundamento:
Es la propiedad privada
de su acto de ser lo que constituye propiamente a la persona, y la diferencia
de cualquier otra parte del universo. Esta propiedad comporta su propia y
personal relación a Dios, relación predicamental —como ya hemos dicho,
accidental—, que sigue al acto de ser, a la efectiva creación de cada hombre,
de cada persona, señalándole ya para toda la eternidad como alguien delante de
Dios y para siempre, indicando así su fin en la unión personal y amorosa con
Él, que es su destino eterno y el sentido exacto de su historia personal en la
tierra y en el tiempo.50
Esta afirmación, y todas
las similares, las recoge García de Haro, añadiendo algún matiz de relieve,
como fácilmente puede advertirse:
En última instancia,
metafísica y persona se exigen mutuamente: como dijo Aristóteles, la sustancia
es el ente por excelencia —y ése fue el objeto primeramente contemplado en su
metafísica—; pero, en la realidad, las características que él señaló como
propias de la sustancia, donde realmente se dan en su plenitud posible, es solo
en la persona.51
Antes de concluir este
epígrafe, me gustaría llamar la atención sobre la insinuada evolución del
pensamiento de Cardona, en función de su más honda y plena percepción de la
naturaleza e implicaciones del acto de ser. A este respecto, cabe advertir que
en el primero de sus libros, La metafísica del bien común, Cardona afirma
simple y llanamente, sin más comentarios, que cada persona humana forma parte
de la sociedad y se orienta al Bien común de ella, que coincide exactamente con
el máximo Bien propio. Que años más tarde, sin dejar de considerar este juicio
como verdadero, Cardona lo habría, como mínimo, matizado. Y que en el texto que
ahora traigo a colación, compatible en el fondo con todo lo anterior, hay no
obstante algo más que nuevos matices:
La primera propiedad y
raíz y fundamento de toda otra propiedad es el acto de ser participado, que
constituye e individualiza realmente. En el hombre, en la persona humana, este
acto de ser es creado directamente por Dios como acto del alma subsistente en
sí misma, con real y directa donación de ser. Los individuos no personales
tienen el ser como simples partes del ser del cosmos: de él lo reciben y a él
pertenecen. En cambio, el acto de ser de la persona es nuevo, irreductiblemente
singular, dado personalmente por Dios. Ese acto de ser del alma es participado
al cuerpo, que el alma “toma” de los padres por derecho de creación, por
derecho divino, inalienable. […] Insistamos: la persona no pertenece a la
especie (como el individuo simplemente material pertenece a su especie, y a
través de ella al universo corpóreo), y por tanto tampoco a la sociedad; sino a
sí misma por directa donación de Dios, para que haga por sí misma, libremente, lo
que Dios quiere que haga por Dios y por los demás y también por sí misma.52
Al que se podría agregar
este otro pasaje, si cabe aún más claro, porque él mismo ahonda e invierte lo
que afirmaba en La metafísica del bien común:
En el primer libro que
publiqué salía ya al paso de la falsedad de aquella contraposición. En el
fondo, la famosa polémica entre Maritain y De Koninck (como protagonistas
principales) tuvo ya su origen también en el “olvido del ser”, y
específicamente del acto personal de ser. Vista la persona como mera parte o
fracción del cosmos —al modo de los individuos materiales— la contraposición se
hacía inevitable, y también el primado del “todo”. Pero la persona no es eso,
la persona de alguna manera es todo, quodammodo omnia decía ya Aristóteles.53
Sobran los comentarios.
3. Delante de Dios
Estimo que ahora pueden
leerse, con nuevos ojos, las palabras de Cardona y Kierkegaard antes citadas.54
Personalmente, sigue
asombrándome el perfecto ensamblaje de dos fuentes tan dispares, hasta en los
términos que utilizan. Una experimenta la tentación de afirmar que términos
como propio, asumir, originalidad… estarían mejor en la pluma de Kierkegaard o
en la de Tomás de Aquino, cada cual por su lado, pero no en la conjunción que
consigue atribuir un mismo significado de fondo a doctrinas con orígenes —y
pudiera ser que también con sentidos o significaciones— tan dispares.55
Sin embargo, cabría
sospechar que esta es la ambición que ha movido a Cardona durante años: lograr
un modo de expresarse asequible a cualquier persona dispuesta a hacer el
esfuerzo necesario para comprenderlo, pero, al mismo tiempo, dotando a sus
palabras de una fundamentación metafísica radical.
Por eso, siguiendo muy
de cerca a Kierkegaard y convirtiendo en sustantivo lo que en el filósofo danés
son afirmaciones aisladas, acuña un modo nuevo de referirse a la persona (en
particular, a la humana), en el que la cercanía de la expresión verbal solo
alcanza la plenitud de su contenido cuando se hacen los cálculos en el seno de
las coordenadas que marca la metafísica del ser: del acto de ser, intensivo,
emergente y un gran etcétera con el que Cardona puede acompañarlo en este
período de su pensamiento.56
Desde tal punto de
vista, y dentro del capítulo que estoy comentando, resulta revelador el
epígrafe 7., cuyo título es justo: Alguien delante de Dios y para siempre.
Esbozo solo algunos de los juicios que contiene, en los que se recoge y renueva
—dotándolas de más alcance— las afirmaciones de épocas anteriores; o, si se
prefiere, transformando en nuclear lo que antes aún no lo era, y convirtiendo
las claves anteriores de su pensamiento (en este instante ya superadas, aunque
no propiamente rechazadas: ¿quién se resistiría aquí a aludir siquiera a la
Aufhebung hegeliana?) en suplementos de lo que ahora constituye la columna
vertebral del mismo.
La superioridad de la
persona es referida al ser, aunque a través del alma, y no a esta última, sin
más, como ocurría en escritos precedentes. Y esto, como sucede a menudo, en dos
versiones: la negativa, que rechaza la atribución de tales propiedades a la
esencia; y la afirmativa, que las hace residir en el acto personal de ser.
1. Veamos la primera,
mediante una explicación breve, pero tremendamente significativa del
pensamiento de nuestro autor y bastante válida. Cardona comienza con un
interrogante: «¿Qué es el hombre? ¿Qué significamos con el término “hombre”?» Y
responde, remontándose muchos siglos atrás, hasta donde piensa que se halla la
raíz remota del desvarío:
Las ideologías de la
Modernidad nos han ofuscado. Pero ya habían comenzado a desorientarnos un tanto
los representantes de la escolástica decadente o formalista, con sus
definiciones “específicas”, insistiendo aristotélicamente en que el hombre es
animal rationale: algo abstracto, que como tal no existe, no es real.57
Agrega de inmediato el
punto de inflexión definitivo, “habitual” en él:
Cuando la Modernidad
elevó la abstracción a criterio de realidad, nos empezaron a decir,
radicalizando cada vez más, que lo real era la “esencia humana”, es decir, la
especie, el “género humano”: un verdadero quid pro quo, porque con este
término, con el que pretendían responder a nuestra pregunta por lo que es este,
aquel, aquel otro hombre concreto, nos contestaban con una idea abstracta, que
sólo tiene realidad en la mente, y que prescinde de no pocos aspectos de lo que
realmente es cada hombre, para decirnos sólo algo de lo que todos y cada uno de
los hombres somos. Y al intentar recuperar la realidad “existencial”, acabarían
diciéndonos que el hombre es la colectividad, y forzosamente la colectividad
“histórica”; ahí tenemos los totalitarismos de la derecha y de la izquierda
hegelianas (el nazismo por un lado, y el marxismo por otro), donde los
“existencialismos” no encontrarán ya al individuo más que como fracción
espacio-temporal, como mera fugacidad, “presentarse del presente” y
“ser-para-la-muerte” (Heidegger), con la indiferencia total y el viejo y pagano
carpe diem como resultado vital y norma de conducta.58
Y rechaza en bloque el
conjunto:
Desandemos, pues, el
camino. No, el “hombre” no es eso. El hombre es sujeto real de esa “esencia
específica”. Pero no es real por tener esa esencia específica (por ser hombre),
sino que es realmente hombre porque es. La realidad le viene del ser, de que
es. Con la metafísica hemos topado, amigo Sancho (hoy Sancho podría ser Alfred
J. Ayer, pero con mucho menos sentido común). Sin embargo, no es que nos
topemos de vez en cuando con la metafísica (con esa “tontería”, para Ayer); es
que con y en la metafísica vivimos como hombres. Cada vez que decimos es,
andamos ya a vueltas con la metafísica, que es precisamente el saber del ser (y
no una cuestión gramatical).59
2. Y vamos ahora con la
explicación positiva. Según Cardona, que sigue en esto a Tomás de Aquino, la
persona goza de dignidad en cuanto que su ser viene medido por el alma
espiritual y subsistente, a diferencia de lo que sucede con las realidades
inmersas en la materia, y supone por tanto una absoluta novedad de ser:
Ahora estamos ya en
condiciones de entender lo radicalmente característico de la persona y lo que
la diferencia abismalmente de un simple individuo de una naturaleza material:
su alma espiritual, subsistente en sí misma, inmortal. Cada alma ha sido
directa y propiamente creada por Dios, querida por Dios en sí misma y por sí
misma, dándose así en cada generación humana una verdadera “novedad de ser”. Lo
que no ocurre en la generación de los vivientes meramente corpóreos ni en
cualquier otra mutación substancial de la materia. […] La persona humana, en
cambio, no preexistía en el universo material (ni en los padres ni en ningún
otro sitio), sino que procede sólo de la Potencia creadora divina.60
Tal espiritualidad
comporta la apertura a los demás y a Dios o, más bien, a los demás por Dios y
para Dios. Y todo ello, metafísicamente fundamentado,61 por cuanto todas las relaciones que de
tal apertura derivan se ponen al servicio más o menos inmediato de la
consecución de la plenitud en el ser de cada persona humana; una plenitud que
Cardona llama aquí identidad y en otros lugares identifica sin reservas con la
Gloria de Dios (que se goza en el bien de sus predilectos):
El ser es cuando es
identidad consigo mismo. Pero la identidad es absoluta sólo en Dios, que es el
que es. La criatura, como tal, está compuesta de esencia y acto de ser —acto
que no es su esencia—, y recupera la identidad a través de Aquel que le da el ser
y le hace ser. Así, es en el conocimiento de Dios amorosamente creador como la
criatura intelectual alcanza su identidad participada: yo soy yo mediante Dios.
Precisamente porque es
persona, el hombre se trasciende a sí mismo, se abre al infinito, en una
relación personal a Dios y a las otras personas creadas —en cuanto sujetos
también de igual relación—, que está llamada a ser una feliz relación de
amistad: benevolencia recíproca y manifestada, trato, comunicación de bienes.
Amistad con Dios ya en el orden natural, según la vida del espíritu […].
La persona humana se
trasciende a sí misma y puede hacer de cada una de las otras personas un alter
ego, precisamente porque es persona, sujeto de conocimiento intelectual —que no
subjetiva las formas, sino que las posee en su alteridad— y de amor electivo.
Así, su comunión con las otras personas creadas ha de ser amistad (personal,
familiar, social), comunión y jamás masificación.62
Y ya, como resumen de lo
visto y apertura hacia nuevas indagaciones, la continuidad, tan característica
de Cardona, entre metafísica y moral o, si se prefiere, entre acto personal de
ser y orientación constitutiva a Dios como Fin Último, en virtud de lo cual
cabe establecer la discriminación radical entre lo que es bueno y lo que no:
El origen de toda
moralidad está en comprenderse como “alguien delante de Dios”, y a partir de
ahí ajustar sus actos según el amoroso querer de Dios, tal como viene expresado
por el ser de todo lo que es y el dinamismo de toda naturaleza real […].
La persona debe actuar
según su ser. Si su ser personal viene dado por ese acto de ser, amorosamente
puesto en relación personal a Dios, su obrar libre tiene que consistir, para
ser bueno, en un acto de amorosa relación personal con Dios, en un acto de
amistad […]. El acto de la persona humana es verdaderamente un acto personal
cuando es radicalmente un acto de Amor a Dios, al Amor que desde toda la
eternidad y hacia la eternidad lo requiere. Cuando ese acto se haga total,
explícito y definitivo, eterno, el hombre habrá alcanzado su fin. La persona
estará cumplida, en Dios, como “alguien delante de Dios y para siempre”.
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