10 BLOQUE. METAFÍSICA. METAFÍSICA HUMANA.

La  persona y el saber metafísico
La persona y el saber metafísico
La intención principal de este trabajo es demostrar que la metafísica es un saber personal. El conocimiento del ente en cuanto ente es, desde luego, posible al hombre; porque la esencia extramental está coordinada con el entendimiento humano. Pero advertir la existencia extramental, como alcanzar la personal, para distinguir ambas de sus propias esencias e ingresar en el ámbito estrictamente trascendental, es tarea exclusiva de la persona humana. El encuentro del ser creado del universo, y el inicio del conocimiento del ser del creador, sólo está al alcance de la libertad; porque el creador lo es también del propio ser personal, desde el cual el hombre se refiere libremente a su creador.
Palabras clave: Ente, Metafísica, Persona, Entendimiento, Trascendental, Esencia, Libertad.

Introducción
Decir que la filosofía primera es un saber humano parece algo obvio. Especialmente si se tiene en cuenta aquella observación, atribuida a Pitágoras, que Platón expresa en el Banquete (202e), de que ni los ignorantes ni lo sabios, es decir ni animales ni dioses, filosofan: sólo los hombres pueden filosofar; aman la sabiduría, y buscan saber más a partir de lo que ya saben. La sabiduría, dice Aristóteles en su Metafísica (I, 2; 982 b 9), es la ciencia que se busca.
Buscar, evidentemente, es algo al alcance de nuestra limitada naturaleza; pero la búsqueda, en su sentido principal, emerge radicalmente de la persona. Con toda propiedad, es al ser personal creado al que corresponde buscar interiormente… su réplica: otro como él; para alcanzar en ella su identidad y plenitud. En el fondo de sí, la criatura personal busca a su creador.
Y, por eso, lo que afirmamos aquí es que la metafísica es un saber personal, no simplemente humano. Porque no se obtiene con las solas potencias, materiales y espirituales, propias de la humana naturaleza, en particular con su entendimiento;2 sino que tan sólo está al alcance del ser personal que dispone de esa naturaleza, y que es un ser intelectual creado: que busca la réplica de que carece. De esa búsqueda de la plenitud del saber nace la metafísica: el conocimiento de la creación del universo.
El conocimiento del ente en cuanto ente es, desde luego, posible al hombre; porque la esencia extramental está coordinada con el entendimiento humano. Pero advertir la existencia extramental, como alcanzar la personal, para distinguir ambas de sus propias esencias e ingresar en el ámbito estrictamente trascendental, es tarea exclusiva de la persona humana.
El encuentro del ser creado del universo, y el inicio del conocimiento del ser del creador, sólo está al alcance de la libertad; porque el creador lo es también del propio ser personal, desde el cual el hombre se refiere libremente a su creador. La criatura natural demuestra rigurosamente la existencia del creador; pero su conocimiento requiere libertad, porque inicia la relación de la criatura personal con su creador. Sin embargo, no hablamos aquí de una libertad de elección; sino más bien del enlace entre la búsqueda personal y el encuentro de la creación, pues éste no es posible sin aquélla.
Este carácter personal propio del saber metafísico ha de señalarse tanto en su dimensión metódica, como en su dimensión temática.

1. La índole personal del conocimiento metafísico
Que el saber metafísico dependa de la persona y no de su naturaleza lógica se aprecia en que el saber al alcance de la humana naturaleza requiere una cierta recepción de información: el entendimiento depende de la previa información sensible; mientras que el saber personal es libre… concretamente, de esa dependencia. Por eso, la metafísica es más bien una suerte de efusión que sale de la persona; la cual, en particular con la metafísica, se abre desde su interior hacia fuera.
Nuestro entendimiento encuentra las cosas recibiendo su noticia; y, a partir de la información recibida, encuentra luego algo más con sus propios descubrimientos e invenciones; concediendo que descubrir corresponde a la actividad teórica, e inventar a la práctica. Pero todo descubrimiento tiene algo de invención, porque el entendimiento suscita las nociones, conceptos y teorías que expresan la inteligibilidad de lo real; y toda invención tiene algo de descubrimiento, de sacar a la luz una posibilidad o potencialidad que la realidad albergaba oculta o latente.
En cambio, por proceder de la persona, la metafísica consigue un encuentro, el de la creación del universo, que no es un descubrimiento al alcance de la naturaleza del hombre, ni tampoco una invención humana; porque exige, por parte de la persona, un salir al encuentro, una libre iniciativa, un dar de sí, sin el cual no se alcanza.
Con todo, este salir al encuentro es algo paradójico, como se suele indicar con la expresión descriptiva del quehacer metafísico que rezadejar ser al ser”; porque el saber metafísico, siendo un ejercicio activo del intelecto personal, un libre salir al encuentro –como digo–, exige a la par cierta renuncia al ejercicio del entendimiento, para advertir la mutua vigencia de los primeros principios, su valer entre sí, es decir, al margen de la humana inteligencia.
Porque los principios predicamentales, las causas que conforman la esencia del universo, están coordinados con el entendimiento humano: el orden del universo es estrictamente necesario, pues el fin del universo es ser conocido por el hombre.3 Pero los primeros principios no se refieren al hombre, sino que son vigentes entre sí, mutuamente; por eso desbordan el alcance del entendimiento humano, con su dependencia de una previa información sensible.
Esto que decimos está reconocido por la tradición: el hábito de los primeros principios, que estipulamos como método de la metafísica,4 es un hábito nativo del intelecto personal, es decir, innato, no adquirido con el ejercicio de las operaciones del entendimiento.
Los hábitos, también éste de los primeros principios, son –según se mire– una posesión, una relación y una disposición estable, es decir una cualidad.
a) Y lo que la persona humana posee y la metafísica indica es cierta apertura hacia fuera, hacia la realidad extramental; cuyo símbolo es el rostro, que mira en derredor. Pero la mirada metafísica no alcanza a poseer su objeto, a verlo: porque su temática es superior al entendimiento; de aquí la apelación a la libertad del intelecto personal.
b) La relación que la metafísica muestra es un tipo de coexistencia, si bien no la más propia y profunda del hombre, que es la que le vincula con su creador. La metafísica expresa la coexistencia de la persona humana con el ser del universo, más allá (meta) de la vinculación, el orden, que guardan la esencia extramental, que es el universo, y la del hombre; más allá también de la sola habitación del mundo, o de la continuación de la naturaleza.
c) Y la cualidad que el saber metafísico manifiesta es la generosidad de la persona humana: que no se ocupa sólo de sí misma, sino de otra criatura inferior a ella; para advertir su referencia a la identidad originaria del ser. Lo que hace además sin esperar una correspondencia, que el ser del universo, por su parte, tampoco sería capaz de darle.
De manera que la metafísica no es un ejercicio del entendimiento humano dirigido a comprender mejor la información que tenemos acerca de cuanto nos rodea, y que tomamos de los sentidos, sino que es un ejercicio del intelecto personal que advierte la mutua vigencia de los primeros principios, previa a todo cuanto en el universo ocurre; o un acto de libertad, con el que la persona humana, olvidada de sí, muestra su generosidad para con los seres naturales, buscando la referencia que ellos mantienen con el creador.

2. La repercusión del saber antropológico en la temática metafísica
La índole personal de la metafísica ha de corresponderse también con su temática. Pues la metafísica, como dijimos, más que adquirirse desde fuera, brota desde la persona hacia fuera; de modo que, hasta cierto punto, cabe decir que sin la conciencia del propio ser, no podría atribuirse el ser a las cosas.5
Y ello, aunque ciertamente la metafísica trate del ser, de la existencia, extramental. Pues, en el orden de los principios, los primeros son los actos de ser extramentales; con todo rigor, la existencia es absolutamente lo primero.
Comprobaremos aquí la redundancia temática de la índole personal del saber metafísico en dos de sus tópicos, que nos parecen neurálgicos, paradigmáticos y suficientemente ilustrativos de lo que aquí se afirma. Son: la distinción de los primeros principios y la conversión de los trascendentales.
Que el saber metafísico dependa de la persona y no de su naturaleza lógica se aprecia en:
a. La distinción de los primeros principios
Con nuestra anterior estipulación del hábito de los primeros principios como método de la metafísica, se corresponde el que la temática metafísica es el valor existencial de esos primeros principios: su vigencia real más allá de su formulación lógica. En tanto que principios en el orden del conocer, sólo regulan la referencia del pensamiento a la realidad; pero, como tales reglas lógicas, los primeros principios no son informativos de la realidad a la que remiten, sino fórmulas vacías. En cambio, como principios del orden del ser, son mutuamente vigentes; y permiten por ello la comprensión de la creación del universo: la intelección de la distinción entre ser creado e increado en el ámbito de la realidad extramental.
Pues bien, según Polo,6 los tres primeros principios, el de identidad, el de no-contradicción y el de causalidad trascendental, no han sido suficientemente distinguidos en la historia del pensamiento humano.
Por eso se ha producido una mala agrupación, como dos maclas entre ellos: la macla antigua, que asociaba el primer principio de identidad con el de no-contradicción (introduciendo a Dios en el mundo); y la macla moderna, que asoció el primer principio de causalidad trascendental con el de identidad (introduciendo al mundo en Dios).
Lo procedente, en cambio, es asociar el primer principio de no contradicción con el de causalidad trascendental; porque ambos designan la existencia extramental creada, respectivamente, en cuanto que distinta de la esencia del universo, o bien en cuanto que vinculada con ella. Por su parte, la identidad de la existencia divina con su propia esencia es originaria, y hay que preservar su trascendencia distinguiéndola tajantemente de la existencia creada.
Pues bien, nuestra sugerencia7 es que la precisa distinción entre los primeros principios es una redundancia sobre la metafísica del saber sobre sí que alcanza la persona humana; o una consolidación de la metafísica desde su ampliación con la antropología, considerando a ambos como dos distintos saberes trascendentales.
Porque la distinción entre el primer principio de identidad y el de no-contradicción se aclara desde la noticia del propio ser espiritual, y en concreto de su intelección. La diferencia8 entre el primer motor de la Física aristotélica y la noesis noeseos de su Metafísica es irreductible desde esta observación. Los esfuerzos por reducirla para asegurar una supuesta unidad en el corpus aristotélico hacen un flaco favor a la metafísica, por aferrarse a la macla de esos dos primeros principios. En su contra, la noticia del intelecto personal eleva la identidad existencial más allá de la existencia no contradictoria del universo, que es la causa primera de cuanto en él ocurre.
Paralelamente, la distinción entre el primer principio de identidad y el de causalidad trascendental también depende de cierta noticia del ser espiritual: en este caso, la del amar personal. Porque sólo en el dar y aceptar interpersonales se aprecia una fecundidad ontológica superior a la causalidad, pues ésta sólo permite pensar su génesis en términos de emanación a partir de un primero. Pero, si uno emana de otro, no hay más de un primer principio, y no una pluralidad de ellos. En cambio, que la creación sea libre y no necesaria, apela a su índole personal; de acuerdo con la cual la creación no es mera causación, sino una donación: la donación del ser a otro.
Se comprueba entonces que el conocimiento del propio ser espiritual aclara la distinción entre los primeros principios, en orden a apreciar su mutua vigencia. Y algo parecido ocurre en el tema de la conversión de los trascendentales.
b. El tema de los trascendentales
La doctrina de los trascendentales, con algunos precedentes antiguos,9 se forja en el siglo XIII, en la universidad de París, y a partir de tres notables pensadores: Felipe el canciller, Alejandro de Hales y Alberto Magno;10 a éstos últimos siguieron destacadamente Buenaventura de Fidanza y Tomás de Aquino. Entre la Summa de bono de Felipe el canciller (1228) y el De veritate tomista (1256-9) median sólo treinta años, en los que florece esa doctrina.
A partir de lo que afirmaba la Summa de bono, esto es, que los trascendentales son comunísimos según su supuesto pero difieren según su concepto, se suele decir que los trascendentales no se distinguen de la entidad con distinción real, como la esencia de la existencia; ni tampoco con una distinción puramente concebida por la razón, sino con la llamada distinción virtual menor,11 que es una distinción de razón con algún fundamento en la realidad. Pero uno no tan grande que comporte una estructura real entre ese fundamento y la distinción fundada, en particular, la estructura de potencia y acto; sino más bien otro menor, que soporta la distinción como lo implícito sustenta lo explícito.12
De modo que los trascendentales, aunque explicitan distintas perfecciones del ente, son realmente idénticos entre sí, y por ello, equivalentes y convertibles; no obstante lo cual, ya que obedecen a distinta razón, cabe establecer cierta jerarquía entre ellos.
En el De veritate tomista (I, 1) la lista de los trascendentales es ésta: el ente es lo primero, y a él se añaden unidad y cosa (o realidad) como trascendentales absolutos; y después algo, verdad y bondad como trascendentales relativos, o al menos mediados; algunos autores y seguidores del Aquinate añaden además como trascendental la belleza.13
Si se afirma que los trascendentales son idénticos en la realidad pero difieren por su razón, entonces habrá que atender a la realidad a la que corresponden antes que a la razón en que difieren. Y, en nuestra opinión, de ello distrae una excesiva discusión sobre el tipo de distinción con que los trascendentales se distinguen.
En esta línea de consideraciones, el examen de los trascendentales mejora si en vez de aceptar la prioridad, más bien cognoscitiva, del ente (id quod habet esse), se entiende que la índole trascendental corresponde primaria y propiamente a la existencia (esse, o actus essendi), a la que remiten los demás trascendentales; una precisión que estimamos aún más radical que la de Cayetano14 al preferir el ente como participio antes que el ente como çnombre. Nos parece que esta precisión es la que permite a Polo rechazar los trascendentales cosa y algo, entender la unidad trascendental no en sentido negativo, de indivisión, sino en el sentido positivo de identidad, y ampliar los trascendentales metafísicos con los antropológicos.15
Y en esa misma línea de consideraciones, y justo porque lo primero es la existencia, conviene recoger la observación de Alejandro de Hales:16 los trascendentales son primeros, pero de distinto modo en metafísica, que en antropología o en teología. Incluso podría sugerirse17 que en metafísica sólo interesa propiamente el orden entre los trascendentales, pues su estricto tema es justamente la prioridad del ser, los primeros principios. A la antropología, en cambio, le es propia la cuestión de la conversión de los trascendentales, como vamos a ver ahora. Y en teología, puesto que Dios es la identidad originaria del ser, la distinción de los trascendentales ha de tener otro sentido que el que presenta en las criaturas.18
A los trascendentales, considerados como atributos divinos, se les suele otorgar una distinción virtual menor extrínseca, porque su fundamento proviene de las criaturas y no de la simplicísima realidad divina. En cambio, para Buenaventura de Fidanza, en la identidad del ser originario los trascendentales son apropiados por las personas divinas, non quia fiant propria, cum semper sint communia, sed quia ducunt ad intelligentiam et notitiam propriorum, videlicet trium personarum,19es una posición muy razonable.
Por otro lado, la secuencia implícito-explícito designa, mejor que la manifestación de la virtualidad del ser, el proceder gradual de la razón humana; y ya fue empleada por la lógica medieval para comprender la estructura judicativa: el sujeto implica lo que el predicado explica. Por eso, la distinción entre los trascendentales, aun siendo virtual, puede agrandarse un tanto si no se entiende basada en ese modelo, sino en una variación real, en la que se activan las virtualidades del ser: sus perfecciones puras.20
Esta activación no es un cambio: porque la aparición de una no conlleva el cese de otra; sino que la incluye, de acuerdo con la doctrina dionisiana de las distinciones sin discreción. Ni tampoco un movimiento, con tránsito de la potencia al acto; porque acontece en el seno del acto de ser, entre sus simples perfecciones. Es más bien una mudanza, análoga a la que media entre la potencia, ya cualificada con hábitos, y los actos que de ella proceden; mudanza que va de un acto, que es el hábito –cierta cualidad–, a otro que es la operación. Una potencia cualificada con hábitos actúa libremente desde ellos, mostrando su virtualidad diversamente según los distintos actos.
De modo que nos cabe proponer que la distinción de los trascendentales es virtual, pero no menor sino mayor; porque se basa en una estructura óntica: no el binomio acto-potencia, pero sí el binomio hábito-acto.
Paralelamente, la conversión entre los trascendentales corresponde a la libertad. Porque, entonces, cabe plantear además si los hábitos, al activarse, exhiben su virtualidad… o bien, quizá la virtualidad de la libertad: la iniciativa libre que permiten… a quien dispone de la potencia cuando está cualificada por ellos, y que es un ser personal.
Esta referencia a la libertad y a la persona no es casual, sino medular para el tema que nos ocupa.
c. La conversión de los trascendentales
Porque los trascendentales no solamente equivalen entre sí por identificarse con la existencia, siendo sus perfecciones internas, sus virtualidades propias; sino que además se convierten unos en otros, y según cierto orden o jerarquía. Y esta conversión conviene netamente a la libertad.
En Dios, como es claro, los trascendentales se identifican; y sólo en tanto que apropiados apuntan a las personas divinas. Si se considera que la conversión de los trascendentales apunta a su procesión, habría que decir entonces que, siendo Dios necesario, esta procesión de las personas divinas es libre. Alejandro de Hales distingue al respecto la procesión por modo de naturaleza, según la cual se genera la segunda persona, y la procesión por modo de voluntad, según la cual de las dos primeras procede la tercera persona divina.21 Es asunto en el que no podemos entrar.
En el universo, estrictamente hablando, la existencia no alcanza su conversión con los trascendentales relativos. El ser del universo, que es el trascendental absoluto, ignora su verdad y su bondad: él no las posee, carece de ellas; de modo que si sólo existiera el acto de ser del universo material no serían posibles, en el orden creado, los demás trascendentales.22
Precisamente por eso, los demás trascendentales se dicen relativos: porque apelan al inteligir y al amar personales; de manera que si no existieran criaturas inteligentes y amantes no cabría hablar de los trascendentales relativos.23 Los trascendentales metafísicos relativos se entienden mejor entonces desde los trascendentales antropológicos: la verdad desde el entender y la bondad desde el amar. Como el ser del universo no es propiamente amable, ya que no es amante sino impersonal, la aceptación de su alteridad corresponde, como hemos dicho, a la generosidad de la persona, que da sin esperar correspondencia.
En definitiva, la persona humana es la que, al abrirse hacia fuera, advierte la verdad y alteridad de la existencia extramental creada. Sin esta extensión de la libertad hacia fuera, no se lograría la conversión de los trascendentales metafísicos.
En la persona humana, por su parte, el significado de la conversión de los trascendentales es el siguiente. Que la persona es una criatura libre; que se continúa luego, también libremente, al entenderse y aceptarse como tal; de modo que entonces se trueca en búsqueda del reconocimiento y aceptación del creador. Sin este trueque o mudanza, no se alcanza la conversión de los trascendentales antropológicos; y esta mudanza es cierta comunicación de la libertad, que desde el ser personal creado anima al entender y al amar personales en su búsqueda de la réplica.
La tesis es, precisamente, que la experiencia de esta comunicación de la libertad aclara su extensión a los primeros principios, con la que logra la conversión de los trascendentales metafísicos.
Y éste es el otro extremo anunciado para comprobar que el saber sobre sí del ser espiritual redunda en beneficio de la metafísica, hasta constituirla perfectamente. Antes, la distinción de los primeros principios; y ahora, el que la persona, al saberse un ser libre, alcanza la conversión entre los trascendentales personales, y así entiende mejor la conversión de los metafísicos que ella misma logra. De manera que se comprueba que la metafísica es una redundancia de la antropología en el saber humano sobre la realidad exterior, que lo eleva por encima del poder del entendimiento, siempre dependiente de la recepción de información externa.
Conclusión
La metafísica es, por este motivo, inferior a la antropología trascendental; y por eso no puede constituir el destino del hombre, la plenitud del humano saber. Con esta reflexión concluíamos el trabajo antecedente dedicado a esta cuestión, que citamos al principio. No obstante esa inferioridad de la metafísica, es cierto también que el saber metafísico resulta más asequible al hombre que el antropológico.
Y nosotros vemos en ello una precisa indicación: casi un ejemplo para elevarse de lo fácil a lo difícil; y que se refiere, justamente, al segundo de los temas tratados aquí: la conversión de los trascendentales. La metafísica señala al hombre la conveniencia de dicha conversión, requerida también, y sobre todo, para que la libertad creada se dirija hacia su creador.

1. Fundamentación metafísica de la condición personal

Enrico Berti, uno de los más profundos conocedores contemporáneos de Aristóteles, notable especialista en historia de la filosofía, también en la Antigua y Medieval, sostiene en relación con la noción-realidad de persona:
Quien ha puesto de manifiesto de la forma más completa todas las virtualidades de la clásica definición boeciana de la persona es sin duda Tomás de Aquino […] introduciendo una significativa puntualización: “persona significat id quod est perfectissimum in tota natura, scilicet subsistens in rationali natura” (S. Th., I, q. 29, a. 3); o bien: “modus existendi quem importat persona est dignissimum, ut scilicet aliquid per se existens” (De pot., q. 9, a. 4).1
Y, algunas páginas después:
En resumen, con Tomás de Aquino se llega a la formulación completa de la doctrina clásica de la persona humana […]. Estamos ante una doctrina compleja, que no se sitúa en el inicio, es decir, en la base de la filosofía de Tomás de Aquino […], porque supone varias doctrinas previas (la ontología, la teología racional, la antropología), pero constituye, por decirlo así, su vértice, la meta alcanzada, y por eso recibe de ella una equilibrada valoración.2
El testimonio resulta más digno de tener en cuenta por cuanto Berti no comparte las tesis sobre el actus essendi propias de Fabro, Gilson, Cardona y otros defensores de una interpretación de la metafísica fundamentada en el acto de ser;3 o, dicho de manera un tanto simplificadora, en este punto concreto considera la metafísica de Aristóteles superior o, al menos, distinta e incompatible con la de Tomás de Aquino.4
Pues bien, me atrevería a sostener que lo que Berti afirma y da por supuesto no fue claramente advertido por Cardona hasta la época en que gestó la Metafísica del bien y del mal. Aunque también deba añadir, para no incurrir en injusticia, que cuando la dio a luz en esta obra, su concepción de la persona se encontraba ya en un estado de notable madurez.
Como es lógico, no se trata de una novedad absoluta, sino del resultado de un proceso de profundización, paralelo al que experimenta el acto de ser, que culmina precisamente haciendo de la persona, en cuanto dotada de un ser superior y justamente por eso, el núcleo de su síntesis especulativa en torno al hombre y el cenit de su metafísica.
Que es lo que a su modo, sin acto de ser, señala Berti y lo que sostiene Mondin de forma del todo expresa respecto a Tomás de Aquino:
Santo Tomás tiene un altísimo concepto de la persona […]. La considera como una modalidad del ser, es decir, de aquella perfección que en su filosofía es la perfectio omnium perfectionum e l’actualitas omnium actuum, y justo respecto a esta perfección la persona ocupa el más alto grado: en la persona, el ser encuentra su actualización más plena, más excelente, más completa. Por este motivo, todos aquellos a quienes corresponde el título de persona son entes que gozan de una dignidad infinita, de valor absoluto […]. El de persona es un concepto análogo: […] se predica […] según un orden de prioridad y posterioridad (secundum prius et posterius); con todo, designa siempre la misma perfección fundamental: el subsistir individual en el orden del espíritu. Como dice Tomás de Aquino, con un lenguaje sobrio y preciso: “Omne subsistens in natura rationali vel intellectuali est persona” (C.G., IV, c. 35).

En perfecta sintonía con lo que estamos viendo, con lenguaje más asequible, sacando ya algunas conclusiones más concretas y señalando implícitamente la diferencia radical entre una filosofía de las esencias y una metafísica del ser, sostiene Caffarra, a quien Cardona reconoce explícitamente como muy afín a sus propios planteamientos:
Cuanto más intenso es el acto de ser, tanto más comunicativo de sí es. La capacidad de darse (comunicabilidad) de una realidad es proporcional a la intensidad de su acto de ser.
Una piedra está cerrada en sí misma: no tiene ninguna comunicación. Ya algo distinto es la planta, y así sucesivamente. Mediante la inteligencia, el hombre se abre a todo.

Tratemos de expresar esta ley del ser en términos más técnicos. Lo que uno es, su esencia, está absolutamente definido, circunscrito. Las esencias, decía Aristóteles, son como los números, no se puede ni añadir ni quitar a una cifra una sola unidad sin cambiar el número. La esencia es el principio de la determinación, aquello por lo que cada uno es lo que es (un hombre, no un animal; un animal, no una planta). Pero el ser no está determinado de ninguna manera, no en el sentido defectivo, sino en el sentido perfectivo. Su indeterminación no se deriva del hecho de que el ser en sí considerado (o sea, no considerado todavía como el ser hombre, el ser animal, etc.) sea nada, sino por el hecho de que es la perfección de todas las perfecciones. Precisamente, por esta superdeterminación, el ser es comunicable y, cuanto más intensamente algo o alguien participa del ser, tanto más algo o alguien es comunicativo de sí.

Acabo de sugerir que tal vez en los escritos anteriores a Metafísica del bien y del mal Cardona no había aún alcanzado una comprensión plena de la persona. Resumo algunos indicios de esta hipótesis: además de no dedicarle un gran espacio, la saca a relucir un tanto tangencialmente, cuando desarrolla otras cuestiones relacionadas con ella, en particular el alma humana; la considera, sin más aclaraciones, como parte de la sociedad; hace residir su dignidad en la posesión de una naturaleza más noble; su constitutivo real (que no formal, eso ya lo ha percibido) se encuentra en la línea del acto de ser…
Todo lo anterior, como manifiesta la cita que transcribo a pie de página, probablemente la más madura hasta la redacción de su ética-metafísica, presenta, junto a aciertos notables, una dosis también considerable de ambigüedad, en comparación con su pensamiento definitivo. Pero esa ambivalencia —referida, para simplificar la exposición, a los puntos que he señalado— desaparece por completo en el libro que guía estas páginas.

1. En primer término, la persona no solo recibe en él un tratamiento propio y específico, sino que tal análisis conforma el capítulo con que culmina la tríada dedicada a fundamentar el conjunto del escrito:10 es decir, el que recoge los aportes de los dos anteriores y da lugar a una lectura fundada de todo cuanto sigue. Con el añadido de que el epígrafe apunta en directo a la novedad radical del planteamiento: El acto personal de ser y no, simplemente, la persona.
2. En segundo lugar, sin rechazar afirmaciones anteriores, sino cimentándolas ulteriormente, el origen radical tanto de la eminente singularidad como de la nobleza inefable de la persona, junto con otros títulos de grandeza que veremos en el resto del capítulo, se encuentran ahora, más que en la superior naturaleza, en la energía incomparable de su actus essendi, que lleva consigo asimismo una manera más alta de tener-ejercer ese ser: per se, aunque participadamente.

3. Por fin, y ya sin vacilaciones ni incisos atenuantes, es semejante acto de ser lo que constituye a la persona como tal y, por consiguiente, la fuente de todas las características que hacen de ella una persona:
Lo que aquí se delinea no es propiamente un “constitutivo formal” para el supuesto o hipóstasis (como inútilmente ha buscado la escolástica), sino más bien un “constitutivo real”: la esencia ut habens esse, siendo, teniendo el ser como acto.
Cuestión que queda realzada en el nuevo texto que transcribo, entre otros motivos, por el énfasis que supone la duplicación del in persona:
El suppositum o sujeto (la persona, en la naturaleza racional) significa la totalidad subsistente, que tiene a la naturaleza específica como parte formal y perfectiva; y todo lo que hay en la persona —tanto si pertenece a su naturaleza como si no— unitur ei in persona, se integra en la unidad concreta personal, de la que el ser es acto de todo acto y de toda perfección. Así, in persona, se encuentra en el hombre la relación real a Dios, que marca indeleblemente en la criatura su origen y su fin y, por tanto, dinámicamente, con el mediante de la libertad, la tendencia a alcanzar aquella semejanza con su causa formal ejemplar.12
Como es lógico, los límites impuestos a este artículo impiden que me detenga a considerar el tratamiento completo de la persona realizado por Cardona. Pero sí presentaré un par de textos clave, para mostrar, a partir de ellos, las tesis fundamentales que componen su metafísica de la persona.
El párrafo que mejor resume esas convicciones se adorna con una tipografía bastante original y muy significativa:

El principio de individuación (materia quantitate signata) determina la posibilidad de la persona humana, pero sólo el acto de ser la constituye. Veámoslo sintéticamente. ESTE (materia sellada por la cantidad: participación a nivel formal, doble potencialidad, intervención de los accidentes) HOMBRE (naturaleza: forma como acto y materia como potencia que recibe) ES (acto de ser) PERSONA (indica la totalidad real, el subsistente: el habens esse). Y éste es el término de la generación, porque “la naturaleza no intenta producir la naturaleza sino en el supuesto y por tanto no intenta generar la humanidad, sino el hombre”. La humanidad o naturaleza humana es sólo la parte formal, por la que este subsistente es hombre y no otra cosa.

Nos encontramos, sin duda, con simples matices o detalles, pero de extraordinaria relevancia. En cierto modo, todas las características que en otros escritos he señalado para definir —de manera afirmativa o por contraste— la hegemonía del acto de ser, se concentran en estas palabras en grado tan superlativo que «la humanidad o naturaleza humana», donde antes residía la dignidad de la persona, se declara ahora, sin que por ello se ignore ni pierda la función que le es propia, «sólo la parte formal».
¿Por qué razones?
Existe una idea que, de un modo u otro, ha ido emergiendo progresivamente en la obra de Cardona. Podría resumirse así: sin el acto de ser participado que lo constituye, la esencia nada es, como nada son, en su caso y dentro de la esencia, la materia y la forma, nada los accidentes, nada —en particular— las facultades operativas, nada la operación…
Al menos tres verdades quieren subrayarse con este tipo de expresiones:
1. En primer término, que el ser es la raíz originaria intrínseca de todo el ente, en todas sus facetas y en todo su desarrollo; los demás “elementos” ejercen su función, antes que nada y como condición de posibilidad, porque el ser hace que sean (y existan).

2. El acto de ser se constituye, entonces, como principio de unidad de todo el compuesto o, si se prefiere, como principio de re-composición, tras la fragmentación (Diremtion, dirá Cardona, siguiendo a Hegel a través de Fabro) originaria que acompaña a la creación y al surgimiento de cada ente. Lo que, a su vez, da origen a estas tres verdades derivadas: a) la unidad está de parte del actus essendi; b) la división, del lado de la potentia essendi, tomada en toda su amplitud; c) la recuperación de la unidad, en la medida en que es posible, deriva de nuevo del acto de ser.

3. Por eso, en el ámbito predicamental, cada uno de los atributos o propiedades de un ente —entendidos unos y otras en la más amplia acepción de los términos— deriva de manera inmediata de uno o más principios, distintos entre sí: el conocimiento, por ejemplo, de la conjunción de sentidos externos, internos e inteligencia; la elección, de forma directa, de la interacción entre entendimiento y voluntad; las funciones vegetativas, de la suma orgánica de las potencias correspondientes… todo ello sobre el horizonte de la entera biografía de cada individuo. Sin embargo, en los dominios trascendentales, los del ser, todo ello remite al mismo y único principio: el acto de ser. El esse se transforma de este modo en la razón o explicación única —en su ámbito— incluso de lo que en la esfera de los predicamentos se presenta como opuesto o contrario: unidad y universalidad, subsistencia y operación, etc.

Algo a lo que, de manera indirecta, pero efectiva, alude este otro texto:
En el ámbito de lo creado, la distinción real entre esencia y acto de ser domina soberana en todo, en cualquier género o predicamento. Es trascendental el ser; y lo que no es el ser entra en las categorías o predicamentos, tanto si es substancia como si es accidente.
Todas estas cuestiones dejan una huella clara en la concepción de la persona, tal como ha quedado reflejada en los textos anteriores y puede verse en este otro, muy similar, pero que recoge lo antiguo y lo nuevo de la concepción de la persona propia de nuestro autor:
Este hombre es hombre porque tiene la naturaleza humana. Es este hombre porque esa naturaleza humana está individuada en cuanto la forma substancial (el alma) informa una materia cuantitativamente determinada y así distinta. Pero en definitiva este hombre es porque tiene efectivamente acto de ser, por el que esta naturaleza humana subsiste realmente y es sujeto de su vida y de sus actos, y es “alguien delante de Dios”, es persona.
En otros artículos tendremos ocasión de comentar los textos citados, sobre todo en lo que atañe a la posterior comprensión de la felicidad. De momento quiero seguir reseñando las novedades de esta etapa de la reflexión de Cardona.
Igual que Berti, Cardona señala que Tomás de Aquino, aun cuando acoge en primer término la cuasi definición de persona acuñada por Boecio, la corrige de inmediato y, como solía, sin apenas dejar constancia de esa transformación, que sin embargo Cardona sí explicita: se trata de la presencia vivificadora del acto de ser.
Santo Tomás asume la fórmula de Boecio: “persona en general significa la substancia individuada de naturaleza racional”;20 pero precisa: aquí “substancia, no se pone en la definición de la persona en cuanto significa la esencia, sino en cuanto significa el supuesto”,21 en cuanto designa la particular referencia (habitudo) a la naturaleza racional común, particular referencia que viene dada por el acto de ser.

Pero afirma que todavía hay más y más relevante, aunque esté tan delicadamente dicho que ha pasado inadvertido a bastantes tomistas.  Y es que Tomás de Aquino forja una nueva descripción de la persona, fundada toda ella en la principalidad del acto (personal) de ser. Según Cardona:
Es ahí donde se sitúa la noción de persona, más allá de la definición de Boecio. “La personalidad pertenece necesariamente a la perfección y a la dignidad de una cosa en cuanto que a la perfección y dignidad de esa cosa le pertenece el existir por sí misma, que es lo que se entiende con el nombre de persona”: es decir, le pertenece el ser como acto suyo, en cuanto directa y amorosamente otorgado por Dios.

Y este es el momento de recordar algo respecto a la perspectiva desde la que ahora Cardona estudia o, mejor, contempla, al sujeto humano. El texto merece­ría un extenso comentario, que también reservo para ocasiones posteriores:
A partir de la noción primordial de ente real (id quod habet esse), intelectualmente alcanzada en la experiencia sensible, la inteligencia —conducida por un amor original— inicia la búsqueda del fundamento, del Único Todo del que todo participa en cuanto es, del Ipsum Esse Subsistens, del que todo lo que es procede. Y así llega a Dios. Entonces se ilumina la creación entera y manifiesta su última verdad. Es en este momento donde se sitúa la exploración metafísica desarrollada en estas páginas, por la que se llega a la comprensión de la persona, como participación del Acto Personal de Ser divino y a Él referida. El hombre sabe ya quién es, de dónde viene y a dónde va, y sabe que para ir debe querer: sabe que es una empresa confiada a su libertad. Dios le llama y le auxilia, pero ha hecho al hombre amoroso y requiere su amor para la unión de amistad a que le destina. Sólo amorosamente se llega al Amor. A Dios sólo se le puede conocer si se le ama, porque Dios es Amor.26
Como anticipé, se introducen aquí palabras y elementos poco habituales, por los tiempos en que Cardona publicó su Metafísica del bien y del mal, en los tratamientos propiamente filosóficos; menos, si cabe, en los de metafísica estricta (aunque sea una metafísica ética, cosa tan infrecuente o más que la anterior); y todavía menos cuando el punto de referencia era Tomás de Aquino, considerado todavía por bastantes expertos como intelectualista.27
En estos últimos años se está poniendo de relieve, sin embargo, lo que Cardona ya indicaba: la principalidad que, en la doctrina de Tomás de Aquino, corresponde al amor, como manifestación primordial y nobilísima del acto personal de ser (todo ello con mayúscula, cuando se trate de Dios). Quizás el libro más clásico, en este punto, sea el de Wadell, The primacy of love. An introduction to the ethics of Thomas Aquinas;28 así como el de Pérez-Soba, «Amor es nombre de persona». Estudio de la interpersonalidad en el amor en Santo Tomás de Aquino. Y, en un ámbito distinto, por cuanto compone una visión de conjunto de su doctrina, el de Torrell, Initiation à saint Thomas d’Aquin. Sa personne et son œuvre.29
Sin embargo, entre cualquiera de ellos y la exposición de Cardona existe una notable diferencia: y es que la mayoría de los autores que recuperan el amor en Tomás de Aquino lo hacen desde una perspectiva ética, teológica, fenomenológica, personalista…, mientras que —análogamente a lo que realizara el propio Tomás de Aquino—30Cardona llega a esa conclusión no volviendo la espalda a la metafísica, como sucede de forma expresa en algunos otros casos, sino precisamente ahondando en ella y llevando a sus últimas consecuencias cuanto exige el acto personal de ser.
Lo radicalmente nuevo, más aún que lo que otros buscan expresamente y presentan como novedoso, es esa unión del rigor metafísico más estricto y la expresión vital y jugosa de quien, justo al hacer metafísica, se ve obligado a hablar de lo singular y concreto, de la vida vivida y por vivir.
Lo comenta Melendo, en los párrafos finales de una conferencia dedicada a Cardona, en un ciclo sobre metafísicos españoles:
Un Amor, ahora con mayúscula, en el que Cardona encontraba el sentido último de toda la realidad y que le llevaba a sostener que “la comprensión del amor es la comprensión del universo entero, y de modo muy especial la comprensión de la criatura espiritual, de la persona”,31 y a hablar del cumplimiento de la filosofía como de una reductio ad amorem. Pero esta reductio «tou» esse ad amorem, como la califica uno de sus más autorizados intérpretes,32 no supone inversión alguna “del primado del ens respecto al bonum, sino la comprensión del ser de la criatura como ser por participación”. En efecto, “el ser participado de la persona no goza de otra explicación que la gratuidad del amor del Creador, que se lo ‘dona’ en propiedad privada. A su vez la persona, habiendo recibido gratuitamente el acto de ser, se encuentra llamada a donarse gratuitamente a sí misma en el amor a Dios y al prójimo: solo entonces se realiza plenamente y encuentra su felicidad”.33
Ideas familiares al personalismo contemporáneo y que de algún modo resumen un aspecto importante del pensamiento de Cardona, siempre que repitamos y subrayemos que en él se encuentran radicalmente fundamentadas —según vengo sugiriendo— en una fecunda y sagaz penetración en toda la riqueza del actus essendi, que en las personas adquiere una configuración infinitamente más plena, caracterizada por nuestro autor como “acto personal de ser”, que en cierto modo es la clave de su pensamiento, de su vida y de la muy enriquecedora fecundación recíproca entre uno y otra.34
Por su parte, en la amplia y excelente monografía dedicada a Cardona, Porta había escrito:
No hay duda de que en su reflexión ocupa un puesto central el tema de la persona. En sus textos encontramos, ante todo, las coordenadas que definen su “situación metafísica” […]. Y sobre esta base metafísica despliega un amplio abanico de consideraciones antropológicas, sobre la relación a Dios y a los demás, sobre el nexo entre ser y acción, sobre la libertad y el amor. Me parece que cabe presentar esta parte de su investigación como una contribución original e importante de “metafísica de la persona”, que se inserta en el amplio movimiento filosófico que considera necesario radicar la plena comprensión de la persona en un sólido fundamento ontológico. El mérito de la indagación de Cardona consiste en mostrar la inagotable fecundidad filosófica de la noción tomista de actus essendi, que encuentra en la realidad de la persona el culmen de su perfección intensiva. Y también puede servir, de forma paralela, para desmentir el juicio sumario de los que sostienen que la metafísica clásica habría sido superada por las modernas analíticas existenciales, mientras que, al contrario, se demuestra perfectamente capaz de acoger lo mejor que han producido estas últimas, a la vez que sana su error fatal: el de la pérdida del fundamento.35
Tras la lectura de ambos testimonios y, en particular del último párrafo de Porta sobre la conjunción de aspectos vitales y fundamento metafísico estricto, no extraña que Cardona inicie su capítulo El acto personal de ser con las siguientes palabras:
Ser uno mismo delante de Dios” es asumir plenamente la propia condición metafísica, y es la raíz de la vida moral.36
Y que de inmediato las apuntale con estas otras de Kierkegaard:
Este es el origen y la fuente de toda originalidad. El que ha osado esto es el que tiene propiedad, es decir, ha logrado saber lo que Dios le había dado y cree, absolutamente y por eso mismo, en el carácter propio de cada uno. En efecto, el carácter propio no es mío, sino que es un don de Dios, con el que concede el ser. Esta es la insondable fuente de bondad en la bondad de Dios: que Él, el Omnipotente, da de modo que el que recibe obtiene la propiedad.37
Pero tampoco debería causar el más mínimo asombro que añada más tarde, en el lenguaje metafísico más sobrio, siguiendo la estela de Aristóteles, tal como la enriquece Tomás de Aquino:
Es el suppositum el sujeto del acto de ser y, por tanto, del obrar y de la relación a Dios consiguiente a la creación, es el agens relatum, el agente relacionado, capaz de obrar por sí mismo para alcanzar su fin y originariamente marcado por su relación a Dios, es el agente religioso. La acción y la relación, lo mismo que la cantidad y la cualidad y los otros predicamentos accidentales, no son propiamente entes (simpliciter entia), porque ente es lo que tiene el ser (quasi habens esse), y esto compete sólo a la substancia, que subsiste. Los accidentes no son en sí. Si se les puede llamar entes es sólo para indicar que en ellos y con ellos algo es, son entes del ente (entis entia), dice Santo Tomás. De ahí la composición y distinción real entre el agente y la acción, entre el relacionado y la relación, consiguiente a la distinción real entre la esencia o naturaleza y el acto de ser.38
No asombra, al menos cuando se está al tanto de la evolución de Cardona y se han estudiado los pasos principales y los fundamentos de la misma, que Kierkegaard pueda completar a Tomás de Aquino y ser completado por él. En buena medida, las novedades de Cardona provienen de esa unión fecunda, como veremos de inmediato.

2. En propiedad privada

Según afirma reiteradamente Cardona, la extrema singularidad de la persona —tan relevante para él como para dedicarle todo un apéndice en la Ética del quehacer educativo—39 deriva menos que nunca de la materia signata quantitate (con la forma que la actualiza y los accidentes), pues reside en última instancia en el acto personal de ser.
Oponiéndose una vez más a lo que considera una desviación del genuino pensamiento de Tomás de Aquino, Cardona reivindica el carácter de necesidad ab alio (aunque in se) que corresponde a algunas criaturas. Y para ello acuña una nueva expresión, que sostiene que, a ellas, el acto de ser les corresponde en propiedad privada, derivada de la gratuita donación de Dios, que así se lo otorga.
Lo que causa más extrañeza, hasta el punto de que una tiene que leer sus escritos más de una vez para caer en la cuenta, es que semejante propiedad, y la necesidad consiguiente, Cardona no la reserva solo a las personas (humanas y angélicas), sino que la atribuye también a la materia prima, considerada en su conjunto y, como es obvio, con las formas sustanciales que sean del caso.
Se trata a veces de frases un tanto misteriosas, que solo en el capítulo de Metafísica de bien y del mal que ahora consideramos reciben cierta explicación, más bien indirecta. Y así, al hablar de la creación y de la relación predicamental que implica en cada realidad creada, sostiene: «Por lo que se refiere a las criaturas corruptibles, su ser se encuentra ya en el universo (importante sentido metafísico de la materia quantitate signata como principio de individuación)».40Explicando los significados del término naturaleza, escribe: «Esto requiere en los compuestos de materia y forma un principio de individuación: la materia quantitate signata, marcada por la cantidad, como parte fuera de las otras partes. Pero también es aquí el acto de ser lo que hace subsistir al individuo, aunque este acto de ser está ya radicalmente dado en la creación del universo, desde el comienzo».41
Desde el otro extremo de la cuestión —la necesidad participada de ciertas criaturas—, después de contraponer la filosofía derivada del actus essendi al “formalismo” de la escolástica y sus derivados modernos, sentencia:
Por aquel camino se había llegado también al contingentismo universal en alternativa a la necesidad de Dios en sí mismo, mientras Santo Tomás había reconocido, mediante su noción de acto de ser, una “necesidad participada” (ab alio), que es la propia de la criatura espiritual y de la “materia prima” (el universo en su globalidad), en oposición a la contingencia de los entes corruptibles, cuya aparición y desaparición, responde a las leyes y al dinamismo o fieri de las causas segundas.42
Calificaba de un tanto enigmáticos, ante todo, el entero paréntesis de la primera cita: «(importante sentido metafísico de la materia quantitate signata como principio de individuación)», en cuanto parece querer decir que el acto de ser de todo lo infrahumano —pasado, presente y futuro—, y de cuanto de material hay en el hombre, «se encuentra ya en el universo». Afirmación que se esclarece algo en la siguiente —el acto de ser de los individuos materiales «está ya radicalmente dado en la creación del universo, desde el comienzo»— y vuelve a complicarse en la tercera, por la identificación implícita —en buena parte debida a la concisión característica de los escritos de Cardona— entre «la “materia prima”» y «el universo en su globalidad».
Melendo las ha interpretado yendo aún más lejos: atribuyendo un único acto de ser para todo el orbe estrictamente material y otros, de muchísima mayor categoría, para cada persona humana y, todavía mayor, para cada persona angélica (un acto personal de ser para cada una de ellas). En un contexto similar al que ahora nos encontramos, intentando precisar los distintos sentidos en que la persona ha de considerarse un absoluto, explica:
Desde una perspectiva más metafísica, lo mismo podría fundamentarse en un hecho entrevisto ya por Aristóteles, al hacer residir la individuación y distinción de lo corpóreo en una propiedad de la materia: la materia signata quantitate de los medievales.
Hice referencia antes a ello al sostener que las substancias meramente corpóreas tienen su ser en la materia. Como también insinué, el entero orbe infrapersonal ha sido creado de una vez —con o sin evolución, sería lo mismo—, a través de una materia “fraccionada en partes”, provista cada una de una determinada forma substancial. Las formas subsiguientes se educen a su vez de la potencialidad de esa materia, de modo que, en definitiva, nada radicalmente nuevo surge en el cosmos material (algo que en los tiempos modernos se apunta al sostener que la materia-energía ni se crea ni se destruye, sino que solo se transforma).
De ahí que pueda afirmarse, sin incurrir excesivamente en la metáfora, que la “totalidad del ser” del universo infrapersonal ha sido ya conferido a este desde el mismo instante de la creación, y que cada uno de sus nuevos elementos constituye una disposición pasajera de la materia. De ahí que las realidades infrahumanas se encuentren sometidas a su especie y al entero conjunto de lo corpóreo como una simple parte de él. Y de ahí que resulte correcto inmolarlas, cuando existen razones para ello, en favor del conjunto.43
Y añade en nota a pie de página:
En semejante contexto, tampoco parece disparatado afirmar que el acto de ser del universo infrahumano, incluidos los animales, es solo uno, mientras que resultan cambiantes las formas sustanciales sustentadas en ese único acto. Hay autores que descubren estas afirmaciones al menos implícitamente apuntadas en el propio Tomás de Aquino. Estimo que a esto mismo señala Cardona cuando afirma que la persona humana posee su ser “en propiedad privada”; su contrario sería que todas las restantes realidades corpóreas com-parten el único ser del universo infrahumano.44
No me interesa tanto pronunciarme sobre la veracidad de la hipótesis, sino extraer de ella algo que sí es relevante para el conocimiento de la persona, tal como Cardona lo presenta.45 De todos modos, apunto que si, como en otros textos sostiene Cardona tras las huellas de Tomás de Aquino, la individualidad radica en última instancia en el acto de ser, no resultaría tan asombroso sostener que la de cada persona se corresponde de manera directa y biunívoca con el acto personal de ser que le es propio, mientras que los individuos meramente materiales gozan de una individualidad mucho menor, ya que sigue tan solo a su forma sustancial, siendo el universo en su conjunto el sujeto propio de una individualidad… que es, por otro lado, muy inferior a la de cada una de las personas.
Y este segundo aspecto —el de la unicidad radical de cada persona, derivada de su unidad en el ser, más que de la mera unidad substancial, que respondería más a los esquemas meramente aristotélicos— sí que es subrayado por Cardona, elevándolo en cierto modo a fundamento de su moral metafísica: pues es precisamente la posesión privada de su propio acto de ser lo que las relaciona, con una relación predicamental real ineludible, directamente con Dios y señala simultáneamente su Origen y su Destino.
Como tantas otras veces, encontramos en Cardona la afirmación directa del hecho, su confirmación dialéctica a través de lo que supondría el rechazo del acto de ser y, por fin, la síntesis que refuerza el enunciado inicial. Lo expongo mediante tres citas escogidas:
1. Simple afirmación: «Las personas son personales, individuales e irrepetibles, por su acto de ser. “En las criaturas los supuestos son distintos por el ser”.46 En las criaturas espirituales ese acto de ser es directamente creado para ellas por Dios: y ese acto de ser constituye a ese supuesto en persona».47
Lo mismo, de manera más extensa y en términos muy parecidos a los expuestos en otros lugares, afirma Cardona en la presentación a la Ética general de la sexualidad, de Carlo Caffarra:
El cuerpo es efectivamente condición inicial para la existencia del ser humano, pero no es origen o causa de la individualidad del alma. “Aunque las almas se multiplican al mismo tiempo que los cuerpos, la multiplicación de los cuerpos no es la causa de la multiplicación de las almas” (C.G. II, 81); la causa es el acto de ser directamente creado por Dios para aquella alma. Por eso, cuando sobreviene la muerte, por indisposición de la materia para seguir teniendo esa forma sustancial, cuando el compuesto humano —compuesto de alma y cuerpo— se descompone (queda “exánime”), su materia vuelve a su origen cósmico, pero el alma sigue subsistiendo como persona: sujeto propio de conocimiento y de amor. El alma es inmortal porque es en sí misma simple y subsistente, y como tal ha recibido el ser, ha sido individualmente creada por Dios.48
2. Negación dialéctica, repleta de resonancias, que no debo ni puedo comentar ahora:
Una vez que Descartes decidió (porque fue una verdadera decisión arbitraria) abandonar el ser de la experiencia, para juzgar de todo según la esencia como quididad y definición, no es que se distinguiera mejor —como él afirmaba— el alma del cuerpo, la forma de la materia, sino que se hicieron irreconciliables: o forma (res cogitans, pensamiento) o materia (res extensa, extensión), recíprocamente excluyentes en sus respectivas nociones abstractas, aunque reductibles lógicamente a la conciencia, como acto o como contenido: es decir, filosofía de la inmanencia. Para hacer esto, había que abandonar al subsistente, y —contra toda evidencia— mantenerse en el nivel de los actos formales. Sin embargo, para mejor desembarazarse del ser se debían abandonar también las formas substanciales y replegarse al ámbito de los accidentes: la acción (pensar, querer), la relación (lógica), la cantidad (la medida como ciencia). La Substancia spinoziana, el Yo fichtiano, el Espíritu absoluto hegeliano, el Género de Feuerbach, la Sociedad marxista, el Ser como tiempo de Heidegger… no son más que variantes de aquella pérdida del subsistente real, consiguiente a la pérdida del acto de ser y de la participación trascendental, que en vano Kierkegaard trataba de recuperar con su potente grito ético y religioso en favor del singular.49
3. Síntesis superadora y fundamento:
Es la propiedad privada de su acto de ser lo que constituye propiamente a la persona, y la diferencia de cualquier otra parte del universo. Esta propiedad comporta su propia y personal relación a Dios, relación predicamental —como ya hemos dicho, accidental—, que sigue al acto de ser, a la efectiva creación de cada hombre, de cada persona, señalándole ya para toda la eternidad como alguien delante de Dios y para siempre, indicando así su fin en la unión personal y amorosa con Él, que es su destino eterno y el sentido exacto de su historia personal en la tierra y en el tiempo.50
Esta afirmación, y todas las similares, las recoge García de Haro, añadiendo algún matiz de relieve, como fácilmente puede advertirse:
En última instancia, metafísica y persona se exigen mutuamente: como dijo Aristóteles, la sustancia es el ente por excelencia —y ése fue el objeto primeramente contemplado en su metafísica—; pero, en la realidad, las características que él señaló como propias de la sustancia, donde realmente se dan en su plenitud posible, es solo en la persona.51
Antes de concluir este epígrafe, me gustaría llamar la atención sobre la insinuada evolución del pensamiento de Cardona, en función de su más honda y plena percepción de la naturaleza e implicaciones del acto de ser. A este respecto, cabe advertir que en el primero de sus libros, La metafísica del bien común, Cardona afirma simple y llanamente, sin más comentarios, que cada persona humana forma parte de la sociedad y se orienta al Bien común de ella, que coincide exactamente con el máximo Bien propio. Que años más tarde, sin dejar de considerar este juicio como verdadero, Cardona lo habría, como mínimo, matizado. Y que en el texto que ahora traigo a colación, compatible en el fondo con todo lo anterior, hay no obstante algo más que nuevos matices:
La primera propiedad y raíz y fundamento de toda otra propiedad es el acto de ser participado, que constituye e individualiza realmente. En el hombre, en la persona humana, este acto de ser es creado directamente por Dios como acto del alma subsistente en sí misma, con real y directa donación de ser. Los individuos no personales tienen el ser como simples partes del ser del cosmos: de él lo reciben y a él pertenecen. En cambio, el acto de ser de la persona es nuevo, irreductiblemente singular, dado personalmente por Dios. Ese acto de ser del alma es participado al cuerpo, que el alma “toma” de los padres por derecho de creación, por derecho divino, inalienable. […] Insistamos: la persona no pertenece a la especie (como el individuo simplemente material pertenece a su especie, y a través de ella al universo corpóreo), y por tanto tampoco a la sociedad; sino a sí misma por directa donación de Dios, para que haga por sí misma, libremente, lo que Dios quiere que haga por Dios y por los demás y también por sí misma.52
Al que se podría agregar este otro pasaje, si cabe aún más claro, porque él mismo ahonda e invierte lo que afirmaba en La metafísica del bien común:
En el primer libro que publiqué salía ya al paso de la falsedad de aquella contraposición. En el fondo, la famosa polémica entre Maritain y De Koninck (como protagonistas principales) tuvo ya su origen también en el “olvido del ser”, y específicamente del acto personal de ser. Vista la persona como mera parte o fracción del cosmos —al modo de los individuos materiales— la contraposición se hacía inevitable, y también el primado del “todo”. Pero la persona no es eso, la persona de alguna manera es todo, quodammodo omnia decía ya Aristóteles.53
Sobran los comentarios.

3. Delante de Dios

Estimo que ahora pueden leerse, con nuevos ojos, las palabras de Cardona y Kierkegaard antes citadas.54
Personalmente, sigue asombrándome el perfecto ensamblaje de dos fuentes tan dispares, hasta en los términos que utilizan. Una experimenta la tentación de afirmar que términos como propio, asumir, originalidad… estarían mejor en la pluma de Kierkegaard o en la de Tomás de Aquino, cada cual por su lado, pero no en la conjunción que consigue atribuir un mismo significado de fondo a doctrinas con orígenes —y pudiera ser que también con sentidos o significaciones— tan dispares.55
Sin embargo, cabría sospechar que esta es la ambición que ha movido a Cardona durante años: lograr un modo de expresarse asequible a cualquier persona dispuesta a hacer el esfuerzo necesario para comprenderlo, pero, al mismo tiempo, dotando a sus palabras de una fundamentación metafísica radical.
Por eso, siguiendo muy de cerca a Kierkegaard y convirtiendo en sustantivo lo que en el filósofo danés son afirmaciones aisladas, acuña un modo nuevo de referirse a la persona (en particular, a la humana), en el que la cercanía de la expresión verbal solo alcanza la plenitud de su contenido cuando se hacen los cálculos en el seno de las coordenadas que marca la metafísica del ser: del acto de ser, intensivo, emergente y un gran etcétera con el que Cardona puede acompañarlo en este período de su pensamiento.56
Desde tal punto de vista, y dentro del capítulo que estoy comentando, resulta revelador el epígrafe 7., cuyo título es justo: Alguien delante de Dios y para siempre. Esbozo solo algunos de los juicios que contiene, en los que se recoge y renueva —dotándolas de más alcance— las afirmaciones de épocas anteriores; o, si se prefiere, transformando en nuclear lo que antes aún no lo era, y convirtiendo las claves anteriores de su pensamiento (en este instante ya superadas, aunque no propiamente rechazadas: ¿quién se resistiría aquí a aludir siquiera a la Aufhebung hegeliana?) en suplementos de lo que ahora constituye la columna vertebral del mismo.
La superioridad de la persona es referida al ser, aunque a través del alma, y no a esta última, sin más, como ocurría en escritos precedentes. Y esto, como sucede a menudo, en dos versiones: la negativa, que rechaza la atribución de tales propiedades a la esencia; y la afirmativa, que las hace residir en el acto personal de ser.
1. Veamos la primera, mediante una explicación breve, pero tremendamente significativa del pensamiento de nuestro autor y bastante válida. Cardona comienza con un interrogante: «¿Qué es el hombre? ¿Qué significamos con el término “hombre”?» Y responde, remontándose muchos siglos atrás, hasta donde piensa que se halla la raíz remota del desvarío:
Las ideologías de la Modernidad nos han ofuscado. Pero ya habían comenzado a desorientarnos un tanto los representantes de la escolástica decadente o formalista, con sus definiciones “específicas”, insistiendo aristotélicamente en que el hombre es animal rationale: algo abstracto, que como tal no existe, no es real.57
Agrega de inmediato el punto de inflexión definitivo, “habitual” en él:
Cuando la Modernidad elevó la abstracción a criterio de realidad, nos empezaron a decir, radicalizando cada vez más, que lo real era la “esencia humana”, es decir, la especie, el “género humano”: un verdadero quid pro quo, porque con este término, con el que pretendían responder a nuestra pregunta por lo que es este, aquel, aquel otro hombre concreto, nos contestaban con una idea abstracta, que sólo tiene realidad en la mente, y que prescinde de no pocos aspectos de lo que realmente es cada hombre, para decirnos sólo algo de lo que todos y cada uno de los hombres somos. Y al intentar recuperar la realidad “existencial”, acabarían diciéndonos que el hombre es la colectividad, y forzosamente la colectividad “histórica”; ahí tenemos los totalitarismos de la derecha y de la izquierda hegelianas (el nazismo por un lado, y el marxismo por otro), donde los “existencialismos” no encontrarán ya al individuo más que como fracción espacio-temporal, como mera fugacidad, “presentarse del presente” y “ser-para-la-muerte” (Heidegger), con la indiferencia total y el viejo y pagano carpe diem como resultado vital y norma de conducta.58
Y rechaza en bloque el conjunto:
Desandemos, pues, el camino. No, el “hombre” no es eso. El hombre es sujeto real de esa “esencia específica”. Pero no es real por tener esa esencia específica (por ser hombre), sino que es realmente hombre porque es. La realidad le viene del ser, de que es. Con la metafísica hemos topado, amigo Sancho (hoy Sancho podría ser Alfred J. Ayer, pero con mucho menos sentido común). Sin embargo, no es que nos topemos de vez en cuando con la metafísica (con esa “tontería”, para Ayer); es que con y en la metafísica vivimos como hombres. Cada vez que decimos es, andamos ya a vueltas con la metafísica, que es precisamente el saber del ser (y no una cuestión gramatical).59
2. Y vamos ahora con la explicación positiva. Según Cardona, que sigue en esto a Tomás de Aquino, la persona goza de dignidad en cuanto que su ser viene medido por el alma espiritual y subsistente, a diferencia de lo que sucede con las realidades inmersas en la materia, y supone por tanto una absoluta novedad de ser:
Ahora estamos ya en condiciones de entender lo radicalmente característico de la persona y lo que la diferencia abismalmente de un simple individuo de una naturaleza material: su alma espiritual, subsistente en sí misma, inmortal. Cada alma ha sido directa y propiamente creada por Dios, querida por Dios en sí misma y por sí misma, dándose así en cada generación humana una verdadera “novedad de ser”. Lo que no ocurre en la generación de los vivientes meramente corpóreos ni en cualquier otra mutación substancial de la materia. […] La persona humana, en cambio, no preexistía en el universo material (ni en los padres ni en ningún otro sitio), sino que procede sólo de la Potencia creadora divina.60
Tal espiritualidad comporta la apertura a los demás y a Dios o, más bien, a los demás por Dios y para Dios. Y todo ello, metafísicamente fundamentado,61 por cuanto todas las relaciones que de tal apertura derivan se ponen al servicio más o menos inmediato de la consecución de la plenitud en el ser de cada persona humana; una plenitud que Cardona llama aquí identidad y en otros lugares identifica sin reservas con la Gloria de Dios (que se goza en el bien de sus predilectos):
El ser es cuando es identidad consigo mismo. Pero la identidad es absoluta sólo en Dios, que es el que es. La criatura, como tal, está compuesta de esencia y acto de ser —acto que no es su esencia—, y recupera la identidad a través de Aquel que le da el ser y le hace ser. Así, es en el conocimiento de Dios amorosamente creador como la criatura intelectual alcanza su identidad participada: yo soy yo mediante Dios.
Precisamente porque es persona, el hombre se trasciende a sí mismo, se abre al infinito, en una relación personal a Dios y a las otras personas creadas —en cuanto sujetos también de igual relación—, que está llamada a ser una feliz relación de amistad: benevolencia recíproca y manifestada, trato, comunicación de bienes. Amistad con Dios ya en el orden natural, según la vida del espíritu […].
La persona humana se trasciende a sí misma y puede hacer de cada una de las otras personas un alter ego, precisamente porque es persona, sujeto de conocimiento intelectual —que no subjetiva las formas, sino que las posee en su alteridad— y de amor electivo. Así, su comunión con las otras personas creadas ha de ser amistad (personal, familiar, social), comunión y jamás masificación.62
Y ya, como resumen de lo visto y apertura hacia nuevas indagaciones, la continuidad, tan característica de Cardona, entre metafísica y moral o, si se prefiere, entre acto personal de ser y orientación constitutiva a Dios como Fin Último, en virtud de lo cual cabe establecer la discriminación radical entre lo que es bueno y lo que no:
El origen de toda moralidad está en comprenderse como “alguien delante de Dios”, y a partir de ahí ajustar sus actos según el amoroso querer de Dios, tal como viene expresado por el ser de todo lo que es y el dinamismo de toda naturaleza real […].
La persona debe actuar según su ser. Si su ser personal viene dado por ese acto de ser, amorosamente puesto en relación personal a Dios, su obrar libre tiene que consistir, para ser bueno, en un acto de amorosa relación personal con Dios, en un acto de amistad […]. El acto de la persona humana es verdaderamente un acto personal cuando es radicalmente un acto de Amor a Dios, al Amor que desde toda la eternidad y hacia la eternidad lo requiere. Cuando ese acto se haga total, explícito y definitivo, eterno, el hombre habrá alcanzado su fin. La persona estará cumplida, en Dios, como “alguien delante de Dios y para siempre”.


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