8 BLOQUE. METAFÍSICA. KANT: ¿ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA O METAFÍSICA?
KANT: ¿ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA O METAFÍSICA?
1.
IDENTIDAD Y DIFERENCIA DE LO HUMANO:
Quizá sorprenda comenzar estos cursos de introducción a
la antropología social interrogando a un filósofo. La verdad es que se empieza
por un texto filosófico a sabiendas de que la antropología sólo ha podido nacer
desprendiéndose, bastante
trabajosamente, y pagando altos costos, de la filosofía. Lo que suele admitirse
es que la antropología comienza allí donde la tradición metafísica retrocede,
donde las pretensiones de objetividad y cientificidad ponen sitio a una envejecida ciudadela filosófica.
La constitución del discurso antropológico coincide con un decidido y
progresivo desmarcaje respecto de los problemas a que tradicionalmente se
enfrentaban —y aun se enfrentan, con éxito similar— los filósofos. La
antropología, en suma, sólo existe, como antropología, en el exterior del discurso filosófico — y en gran medida contra él.
Al menos, la antropología tal y como la conocemos. Pero, ¿realmente la conocemos — como se
puede conocer una ciudad, o una persona, o una obra? La antropología, según
podrán comprobar, tiene, igual que prácticamente todas las “ciencias del
espíritu” —que tampoco se deciden de una buena vez a ser “ciencias sociales” o
“ciencias humanas” o “ciencias de la conducta”— un recurrente, quizá insoluble,
problema de identidad.
Es que el pensamiento moderno, como instruía el mismísimo Hegel en sus Lecciones de historia de la filosofía,
tiene por norma ocuparse más de sí mismo que de sus objetos. Lo cual significa,
entre otras cosas, que una parte considerable de la literatura antropológica se
preocupa más por saber qué cosa sea ella misma que de explicarnos, como promete
su nombre de pila, lo que podría ser ese sujeto/objeto autodenominado el hombre.
La identidad de la antropología, nos guste o no,
permanece siendo un problema filosófico.
Claro que éste no es el único, y tampoco, a decir verdad, el más importante.
Todavía no se está ni muy seguro ni muy de acuerdo sobre la clase de saber que
sea el saber antropológico — en el supuesto de que efectivamente sea (ahora) un
saber confiable. Es cierto: precisamente a partir
de Kant, el discurso acerca del hombre, el que sitúa al hombre en el centro de
sus intereses, se escinde en dos grandes ramales. De un lado, la “antropología filosófica”, con sus problemas y
sus métodos particulares; del otro, la antropología a secas, que es o quiere
ser un conocimiento científico de la
unidad y la diversidad humanas, en el espacio y en el tiempo. Como
ocurre en las mejores familias, ambas ramas no pueden dejar de mirarse con
variables dosis de recelo y desdén. Aquí, por supuesto, no se trata de tomar
partido, y ni siquiera de abordar en detalle su contraposición.
Nuestro propósito en estas
líneas es leer a Kant sin la
pretensión de llevar agua a alguno de los molinos — en desmedro del otro. Nos
va a interesar el modo en que un pensador resueltamente moderno como Kant ha
planteado el problema de la identidad humana — que es, en rigor, el de su diferencia—, y del lugar que un discurso
a propósito del hombre ha debido
ocupar en el vasto proyecto de la modernidad. Intentaremos, en fin,
aproximarnos al discurso antropológico justamente allí donde la prolongada y
compleja tradición metafísica parecería llegar a un término, a un embalse... o
a un salto.
2. LA RAZÓN Y SU CEGUERA:
¿Destructor (de la metafísica), o inventor (de la
antropología)? A Kant se le ha acusado
de ambas cosas. Seguramente es uno porque
es también lo otro. El filósofo (moderno) ha abrigado la ambición de hacer de la metafísica una ciencia: de
elevarla a esa altura Una ambición que, como resultado general, ha
transfigurado radicalmente la imagen de la metafísica — y también, de rebote,
la imagen de la ciencia. Kant es un crítico —de hecho, es el inventor
de la “filosofía crítica”—, pero su propósito, según veremos, no ha sido terminar con la metafísica, ni “ir más
allá” de ella, ni siquiera abandonar o disolver los problemas que semejante tradición
plantea. Todo lo que Kant ha pretendido es, a la vera de la Ilustración, cambiar el método para garantizar una
metafísica más sólida, más eficaz, más confiable; en definitiva, más poderosa. Pero las
pretensiones —y las mejores intenciones— no siempre alcanzan sus objetivos;
incluso, con un poco de suerte, pueden llegar a destruirlos. ¿Ocurrió eso con
Kant?
La metafísica que hereda (y, en lo esencial, asume) Kant
se ocupa de tres —enormísimos— asuntos: Dios, la libertad y la inmortalidad del
alma. Todo el trabajo de la inteligencia —de la racionalidad— humana desemboca,
a ojos de Kant, en dos grandes campos: la teología y la moral.
Más adelante descubriremos por qué los saberes técnicos deben aparecer en
posición subalterna. Por lo pronto, digamos que la metafísica, en cualquier
caso, es un saber. Pero precisamente
en ese punto comienzan los problemas. El filósofo (moderno) no puede conformarse con la mera recepción de un saber. Obsesionado por
(el) saber, está obligado a preguntarse qué
es eso. ¿Qué significa “saber”?
Necesita saber dónde comienza y dónde termina el saber, necesita saber cómo y porqué “hay” saber, necesita
saber de qué modo es posible el
saber. El filósofo (moderno) sabe que no puede saberlo todo. Pero se esmerará en preguntar por qué no. Y confiará en encontrar, allí sí, una respuesta segura.
Desde Sócrates, lo primero que un filósofo sabe es que no sabe; desde Kant, lo segundo que sabe
es que no sabe cómo — ni hasta dónde sabe. Responder estas
interrogantes es lo que, para Kant, constituye la condición de posibilidad de la metafísica misma.
Sólo plantando bien sus cimientos
podría sostenerse un saber que pretenda una mayor resistencia y un mayor
alcance que aquellos que distinguen a la (mera) creencia. Sólo sabiendo (lo) que se sabe podría el
espíritu humano liberarse no únicamente de la ignorancia, que ya sería algo,
sino de otra cosa aun peor: de
su servidumbre al dogma. Sólo así podría desembarazarse del —insoportable,
asfixiante— peso del saber heredado.
Kant ha soñado con suministrar una base firme a la metafísica — y trabajado incansablemente para
lograrlo. Esa base, para un pensador ilustrado, no podría confundirse jamás con
el (tradicional) recurso a la autoridad.
La autoridad de la tradición, en el mundo convulsionado y parturiente que le
toca vivir a Kant, ya no es capaz de proporcionar seguridad alguna. La seguridad, desde Descartes,
se encuentra alojada en la subjetividad, en el pensamiento, en la conciencia,
en la razón: ya no se le halla en los libros, ni en los sermones, ni en una
Revelación ocurrida una vez en el tiempo. La filosofía es moderna
precisamente porque ha apostado todo su capital a un nuevo personaje. La
seguridad no proviene de la palabra de Dios — y tampoco de las enseñanzas de
Aristóteles. La única
seguridad, la verdadera, está localizada en la conciencia; aún más: en la
conciencia propia. El moderno
confía en la (voz de la) conciencia. La cuestión consiste en saber hasta qué
punto se es capaz de oírla claramente.
Toda la cuestión se convierte entonces en un discurso del método, en una tarea de construcción del sujeto (del
método).
La metafísica es un saber. Importa ahora que efectivamente sea un saber. Kant busca
las condiciones para ello, y lo que encuentra de pronto es… una imposibilidad.
Debemos admitir por principio que sólo hay saber dentro de los límites de la
experiencia. Por
consiguiente, la metafísica, que precisamente sitúa sus objetos fuera de la
experiencia, se muestra inalcanzable. Por más que quiera, la metafísica no puede ser una ciencia. Es esta una conclusión ciertamente
decepcionante. A menos que se entienda de otra manera: la metafísica no puede
existir bajo la forma de la ciencia. La metafísica no es como las matemáticas, ni como la
física — lo cual no equivale a declararla imposible.
Ahora bien: si no puede ser un saber científico, ¿qué forma adopta? ¿Cómo puede
ser un saber sin ser una ciencia?
Desde Kant sabemos a
ciencia cierta que la razón no lo
puede todo. No puede, en particular, suministrarnos un
conocimiento teórico de aquello que rebasa la experiencia sensible. La razón tiene límites. Pero esto hay que
comprenderlo bien: no es que la razón sea una especie de lucecita interior que
dificultosa, aunque siempre progresivamente, va iluminando —y ganando para sí—
un territorio sumido en las tinieblas. Kant ha mostrado, y quizá sea esa su mayor gloria, que la
razón tiene un límite interno.
“No es en la transparencia de una penetración cognoscitiva”, indica Louis
Guillermit, “donde la razón se manifiesta al hombre, sino en la impenetrable
opacidad de un mandato que se impone sin otra justificación que él mismo”. La razón reposa en una especie
de punto ciego que es más bien un sentimiento: el respeto absoluto a la ley (moral). Ese respeto, según Kant, no depende de ningún saber: es
incondicionado, es la condición de toda condición de posibilidad de
conocimiento. No se trata, en suma, de esperar a saber muchas cosas para
poder actuar… moralmente. La
fundamentación de la metafísica que Kant persigue desemboca en el
reconocimiento de la supremacía de la razón práctica sobre todo conocimiento.
En ese sentido, la
metafísica no es una ciencia de Dios, ni del Hombre, ni del Mundo, sino el
descubrimiento y la aceptación de que sólo
como sujeto de la moralidad—¡no del saber!— el hombre se reconoce como fin último de la creación.
Esta es una primera indicación de lo que podríamos
llamar, con obligadas reservas, la “antropología” de Kant.
3.
ATREVERSE A SER HUMANO:
“Desde Newton y Rousseau, Dios está justificado”, anotaba
Kant, sin la menor ironía, en las Observaciones
sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, de 1764. Newton para el
universo exterior, Rousseau para el cosmos interior: ambos sostienen la
posibilidad de seguir pensando, pues han descubierto las leyes secretas que respectivamente rigen a la Naturaleza y a la
Humanidad. Kant ha decidido desde entonces que el saber
(la ciencia) debe subordinarse a la sabiduría (entendida como progreso moral). Este filósofo, que habría
intentado delinear los límites de la razón y del saber, ha debido defender los
derechos de la sabiduría contra las pretensiones del conocimiento: el progreso de las ciencias no mejora automáticamente a los hombres.
La sabiduría, según Kant, concierne no a cosas o ámbitos concretos —que son
dominio legítimo de las ciencias—, sino al destino
total del hombre. El
filósofo sabe que lo último es también lo primero: el hombre necesita ante todo
y después de todo saber ocupar su lugar
en el mundo. El hombre, en sentido genérico, no necesita ser un erudito; le
basta —y sobra— con ser moral. La
filosofía —la metafísica— no tiene porqué reducirse al tamaño de una ciencia.
Ella será doctrina de sabiduría práctica — o no será.
Todo esto podría muy
bien llevarnos a pensar que, a pesar de lo que se diga en contra, Kant es no
sólo un moralista, sino un doctrinario. ¿Subordinar la ciencia a la moral? No
vaya a pasar que por ir contra la moral (y las buenas costumbres) la ciencia
tenga que ser censurada o sometida a la vigilancia de honestos padres de
familia y/o de cultivados comités de censores expertos. En pleno Siglo de las Luces, su filósofo más
insigne nos estaría diciendo que el primer mandamiento sigue siendo el de amar
a Dios por sobre todas las cosas. Nos estaría recordando que el rasgo esencial de los
hombres, la razón, es menos sabia que buena
(o que sólo es sabia si es buena). Nos diría que la dignidad humana
reside en la modestia y en la obediencia, no en la soberbia y la
autosuficiencia. ¡Qué cerca estamos aquí de confundir a la filosofía con el
sermón y la sabiduría con el catecismo!
Lo curioso, sin
embargo, es que Kant concibe a la filosofía esencialmente como crítica. Una crítica no es un saber
objetivo y neutral, sino un tribunal
que impide pretensiones abusivas y legitima derechos. Es que la razón no
refleja pasivamente al mundo tal cual es, sino que le impone leyes. La
crítica es, en este sentido, prácticamente lo contrario de la doctrina: “La
crítica”, dice Kant, “no tiene propiamente esfera alguna en lo que toca a los
objetos, porque ella no es una doctrina, sino que se propone investigar tan
sólo, según el estado de nuestras facultades, si una doctrina es posible por
medio de ellas y cómo lo sea”. La crítica, en tal sentido, no se propone limitar el ámbito del conocimiento —en
nombre de la fe o de la moral—, sino justificar
su posibilidad y su validez. La crítica no es un “saber (de) cosas”, sino
el libre y público examen mediante la
razón. La crítica, en fin, no es una ciencia —un saber (de) leyes—, sino la ley misma, la razón en su carácter
eminentemente legislador.
La crítica, pues, es el modo en que opera la razón. Porque la
razón, en su núcleo, no es especulativa —no es, insistimos, un saber de
objetos— sino práctica. Y si es
práctica —es decir: legisladora—, lo es porque ordena al hombre, en el doble sentido de la expresión: es una orden (un mandato) que lo pone y lo mantiene en orden. Por eso,
y sólo por eso, es moral. Pero, ¿qué cosa le ordena al
hombre, qué le manda hacer? La respuesta que ofrece Kant
podría desorientar. La razón no le ordena al hombre nada en particular. Simplemente le ordena llegar a ser (un) hombre. En este sentido, la antropología
de Kant se encuentra muy lejos de ser una “descripción científica” de lo que
sea el hombre, porque lo que el hombre sea depende de lo que él mismo haga de
sí mismo. En consecuencia,
Kant no puede concebir la antropología sino a la manera y bajo las exigencias
de una pragmática. Una vez más: no
una ciencia del hombre, sino una sabiduría para
el hombre. El filósofo moderno que es Kant ha adivinado que no
necesitamos una nueva tecnología, sino una ética, una estética y, quizá, una
erótica. ¿Nuevas? Como veíamos, la razón no es otra cosa que aquello que ordena al hombre, la
facultad gracias a la cual puede —o
no— llegar a serlo. El
hombre no es un simple dato de la naturaleza, el hombre no se agota en su
“ser”; lo humano, en la perspectiva kantiana, es fundamentalmente un deber ser, un llegar a ser. Puede decirse que el hombre sólo puede ser su propia conquista: es un producto de
sí mismo. En todo caso, y justamente en virtud de que su razón es finita, el
hombre es — y no es. No se pertenece por entero, se halla escindido entre las
leyes de la naturaleza (a las que nunca puede sustraerse de forma definitiva) y
las leyes morales (que tiene que darse —incondicionalmente— a sí mismo).
La razón exige al animal humano, naturalmente
egoísta, llegar a ser humano, condición que consiste, para Kant, en el
cumplimiento de tres preceptos o escrúpulos:
1) Pensar por sí mismo, 2) Ponerse en el lugar del otro, y 3) Pensar de modo consecuente. El hombre
llega a serlo sólo si cumple tales exigencias: autonomía, pluralismo,
honestidad. Por la razón práctica, sirviéndose de ella, el hombre mantiene a raya su naturaleza — y sólo
así podría llegar a realizarse.
¿Moralismo?
¿Criticismo? ¿Metafísica o (verdadera) antropología?
Por lo que concierne a
estos “escrúpulos básicos”, Kant señala que semejantes exigencias no son
“normas” que podrían ser —o no ser— obedecidas, sino máximas del modo de pensar. Es decir: nada obliga al
hombre a pensar; pero si se trata de
pensar, estos requisitos deben ser satisfechos. No nos da una lección para
“pensar debidamente”; más bien nos dice, o parece decir, que para pensar es necesario, irrenunciable,
seguir tales criterios. Quizá porque Kant sugiere que el dato fundamental de la
naturaleza humana es —tanto por su egoísmo como por su facultad parlante— una
cierta inclinación hacia la mentira. El humano, a juicio del
filósofo, es un animal especial porque
puede mentir, y porque, encima de ello, es
capaz de cualquier disimulo. La
conciencia (de sí) y el lenguaje elevan al hombre sobre el resto de las
criaturas — y son la puerta de corrupción
por la que el mal hace su entrada en el mundo. Un ángel (caído), un demonio
(celeste). Kant sería un simple moralista si, merced al dictado y la
observación de normas morales, albergara la esperanza de extirparlo; pero sabe
(¿por su cristianismo? ¿Por su pesimismo?) Que eso es imposible, porque el mal
es constitutivo, el mal es radical:
se encuentra, como hemos visto, en la raíz
misma de lo humano. Erradicar el mal es lo mismo que aniquilar al hombre —
porque el humano, en cuanto libertad, es la
posibilidad del mal. Si desdecimos al
diablo, ¿podríamos seguir diciendo: es
cosa de hombres? ¿Qué es lo humano,
dirá el filósofo, sino desafiar? ¿Qué
es “ser hombre” sino atreverse a
serlo?
4. LA CONTRANATURALEZA:
La metafísica no es una hiperfísica — ni debe pretender serlo. Kant no busca una ciencia de lo
suprasensible (es decir: una —otra— teología), sino la sabiduría de aquello que
puede sujetar a lo sensible.
Tal es, según procuraremos demostrar, todo
el problema. La lógica-de-la-verdad que despliega en la Crítica de la razón pura sólo tiene sentido si ayuda a descifrar la
lógica-de-la-ilusión-y-de-la-apariencia, que pueden desviar o llegar a bloquear
completamente el uso de la razón. Esto significa, habrá que recalcarlo, que los
fines de la sabiduría no coinciden
con los fines del saber. La
crítica es una disciplina coactiva, una vigilancia.
De allí que se haga inevitable la distinción, esencial para todo el idealismo
posterior (incluido el actual), entre el entendimiento
—ocupado en las cosas de este mundo (y enredado en ellas)— y la razón, que voluntaria y conscientemente
se desentiende de los objetos para ocuparse de la determinación del sujeto — y
de su querer. La inteligencia se queda en las cosas. Para la
sensibilidad, según esta rigurosísima lógica, ni siquiera hay cosas. ¿Qué (realidad) hay para el entendimiento, qué (ser) hay
para la intuición sensible, qué (objetos) podría haber para la razón, esa
facultad que consiste en evaporar —espiritualizándolas—
todas las cosas?
La razón tiene su
centro en la noción de libertad, mientras que el entendimiento permanece
condicionado por los objetos en que se concentra. Mientras que una — ¿olímpicamente?—
se desentiende, el otro — ¿orientalmente?— permanece agazapado y como a la
espera de la claridad. La diferencia es, obviamente, la distancia que va del ser al deber ser: el entendimiento se limita a conocer —y de allí no ha de
moverse—; la razón, situada muy por encima de este nivel, es aquello que dicta al hombre lo que tiene que ser. El propio autor de la Crítica de la razón pura concluye formulando una proposición
asombrosa: no hay razón teórica. Sólo
si actúa, si es práctica, si conduce al hombre por el sendero que conecta al
ser con el deber-ser, entonces —y sólo entonces— es Razón.
¿Nos encontramos ante
una divinización de la razón, o esto es más bien una racionalización de lo
divino?
Sin duda, la operación kantiana es ambas cosas — y por
ello, notémoslo, funda la antropología en el mismo movimiento en que —en cierto
modo— desautoriza a toda metafísica. O, para decirlo en términos menos imprecisos: Kant funda un tipo de antropología y descontinúa cierta clase de metafísica. Aquí,
el punto central es el siguiente: la antropología iluminista es una pragmática
que reposa por entero en la idea de libertad. Por este motivo, desde Kant
resulta hasta cierto punto contradictorio hablar de una “naturaleza humana”: lo
humano es, en su esencia, la posibilidad — ¡o el imperativo!— de liberarse de la naturaleza. Pensemos en
un ser que no quiere (ser) lo que es. En la Crítica del
juicio este resultado aparece con toda nitidez: “la naturaleza ha de poder
pensarse de tal modo que la legalidad de su forma coincida al menos con la
posibilidad de los fines que deben ser realizados en ella según las leyes de la
libertad”. La moral —la libertad— consiste en realizar sus fines en el mundo, “tanto por lo que se refiere a las
causas finales que en ella se dan”, dice Kant en otro lugar, “como también por
lo que se refiere a la relación de conveniencia que hay entre la causa suprema
del mundo y un sistema de todos los fines concebidos como su efecto; por lo
tanto, no deberá descuidar la teología natural, como tampoco la posibilidad de
una naturaleza en general”. Entre la naturaleza y la libertad existe un abismo
insondable, pero la filosofía debe encontrar el modo de pensar a la naturaleza como
si sus leyes obedecieran al mismo imperativo que constituye a lo humano. Cuando tal cosa ocurre se está, por lo demás, en el tercer ámbito descubierto
por Kant, el del juicio. Si el
entendimiento nos habla del Mundo y la razón de Dios, el juicio (estético)
constituye la posibilidad de que ambos
coincidan… en el “fin de todas las cosas”.
Dios, la libertad, la inmortalidad… La razón no se ocupa
de otro asunto. La razón, no el
entendimiento. La crítica sólo es tal si alcanza un umbral donde la experiencia
ya no rige. La razón, para serlo, ha de ocuparse de cosas que no son cosas.
Como indica en la Crítica de la razón
pura, la razón tiene que elevarse completamente
por encima de las enseñanzas de la experiencia.
Pero, ¿es eso posible? ¿Qué clase de saber será ese saber que se halla libre de
toda experiencia — y, por ende, de toda sospecha? Kant sugiere además que ese
saber situado más allá de la experiencia sensible es una constante del género
humano. Los hombres son
animales — pero animales metafísicos.
Aunque deberá agregarse
enseguida que en este punto Kant no concibe a la metafísica como un saber, sino como la zona de combate donde cualquier saber podría ser edificado. La
metafísica, en suma, revela un desajuste
de la razón consigo misma.
¿Es posible eliminar su
conflicto? ¿Y si el método nos llevara a un lugar donde sólo podría saberse que
no es posible saber? La razón no
puede saber otra cosa que acerca de sí misma: acerca de sus propios límites. Pero eso ya es bastante. Ese
saber del propio saber permite a Kant levantar un mapa y trazar una
fortificación. Al renunciar a saber lo que sean las cosas, podrá analizar lo que sabe y lo que puede su entendimiento.
La filosofía se vuelve reflexiva: sabe que no puede llegar a las últimas
determinaciones del objeto, pero se halla finalmente en condiciones de decir
algo a propósito de las determinaciones del sujeto. La ciencia no es un asunto
de la razón; sólo lo es la ética: sólo lo
humano es tema de la razón. Kant
prohibe la metafísica — más sólo para limpiar de maleza la puerta de acceso.
5. EL ABISMO DEL YO:
Las tres Críticas
aparecen perfectamente ensambladas: han iluminado tres dimensiones distintas de
lo humano, que corresponden a tres interrogantes fundamentales e irreductibles:
¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me está permitido esperar? Intereses que, a pesar de su
mutua irreductibilidad, confluyen en una sola pregunta: ¿qué es el hombre? Si la razón humana es finita,
sólo podría existir bajo la forma de la racionalidad práctica (no
especulativa). Desde Kant,
la metafísica desemboca —y se
resuelve— en (una) antropología. Expresado menos elípticamente: las
respuestas a eso que el humano pregunta no se hallan en ninguna parte… fuera de
sí mismo. La metafísica cobra así en la filosofía crítica
una extraña, inquietante autoconciencia.
Nos hallamos en un punto a partir del cual ha de
admitirse que la modernidad no parece excluir a la metafísica, sino concluirla. ¿Qué significa, en concreto,
que la metafísica termine adoptando la forma y los alcances de una
antropología? La crítica kantiana oscila de forma extraordinariamente
instructiva en un límite que constituye el límite mismo de la autoconciencia
moderna. Saber lo que sea el hombre, ¿responde las
eternas preguntas de la filosofía, o las vuelve por completo inútiles? El hombre, ¿es la conjunción de
lo finito y lo infinito, el lugar donde podrán solucionarse todos los
interrogantes, o es una idea que sólo tiene sentido desde las exigencias de la metafísica? La antropología, ¿resuelve las
preguntas de la psicología, de la cosmología y de la teología, o ellas son
preguntas esencialmente antropológicas cuya identidad permanecía velada? La
pregunta por el hombre, ¿es acerca de la idea
del hombre, o acerca de su existencia
empírica? Que la metafísica desemboque en (la, una) antropología,
¿significa que no podemos saber nada sin preguntarnos si podemos conocer, y que no podríamos hacer nada sin preguntarnos
si debemos hacerlo, y que no
podríamos esperar nada sin interrogarnos sobre lo que nos está permitido esperar?
Debemos advertir que
Kant no escribió, a pesar de todo, antropología alguna. Mejor dicho: su Antropología en sentido pragmático es un extraño texto que no
alcanza a decirnos qué cosa sea el
hombre. Aunque la cuestión podría radicalizarse: no nos dice nada que la
metafísica en cuanto tal querría saber. No dice nada, por ejemplo, sobre “el
puesto del hombre en el cosmos”, no nos habla propiamente de su “destino”, y
menos aún acerca de la esencia de esta criatura que “sabe que ha de morir”.
Pero tampoco nos proporciona un inventario
(ilustrado) de las manifestaciones históricas —o prehistóricas— del hombre en
la faz de este planeta. La
antropología de Kant no es, en rigor, ni una sustitución de la metafísica ni
una etnografía. No es una antropología “filosófica” — y tampoco es una antropología “científica”. Y, sin embargo, como
decíamos antes, da origen tanto a la
una como a la otra. Intentemos ver por qué.
Hemos sugerido que, para Kant, aquello que eleva al animal humano sobre la
naturaleza es lo mismo que amenaza
con hundirlo por debajo de ella. “El
hecho de que el hombre pueda tener una representación de su yo le realza
infinitamente por encima de todos los demás seres que viven sobre la tierra”.
Hablamos de un animal que sabe, y que
por principio sabe que es un yo. Que
además, con Kant, comprende que es un
yo porque sabe — y sabe porque es un yo. Ser “yo” es lo mismo que saber que “soy” (humano). ¿Qué es esto? ¿Un premio o un castigo?
Es muy revelador que Kant asocie a este punto de partida una incómoda
consecuencia: el hombre es un ser totalmente
distinto, “por su rango y dignidad, de las cosas, como son los animales irracionales, con los que puede hacer
y deshacer a capricho”. La diferencia
del hombre le da derecho a disponer
de todo el resto. Y esto, incluso antes de que pueda decir “yo”. Es decir: antes de que sea un animal moderno.
Por lo mismo, “pensar” es un infinitivo engañoso:
desde Descartes sabemos que sólo “piensa”
el yo. YO PIENSO. Es decir, (sólo) pienso Yo. Tal sería el acta bautismal
de la modernidad, así su bautismo venga literalmente ocurriendo desde Juan el
Bautista. Ésa es la antropología iluminista, la antropología iluminada por la única certeza posible.
La única certeza: que allí hay un Yo
que soy yo mismo. Y, algo más: que, por
saberlo me convierto en el Amo.
Por saberlo soy
libre. Saberlo me hace libre.
Saber que el hombre es (un) yo —saber que yo
soy un hombre— le (me) libera de
la naturaleza. Pero esta formulación es todavía en extremo ambigua. Debemos
decirlo con mayor enjundia: no hay
naturaleza alguna antes de que este animal (se) diga YO. La “naturaleza” es
un (sub)producto de esta decisión, de esta escisión. Todo lo que quede fuera de
”YO”, todo lo que por no ser yo se le (me) oponga — eso será bautizado
(negativamente) como naturaleza. ¿Qué
es entonces “naturaleza”? No imagino mejor respuesta: fundamentalmente,
naturaleza es todo eso que, dice Kant, podemos “hacer y deshacer a capricho”. Lo que me dignifica y me otorga un
rango es lo mismo que me permite despreciar
aquello que no es como (un) Yo.
¿Se entiende mejor
ahora? La libertad — eso es el mal. No
lo que se opone a ella, no lo que la coarta o restringe. Libertad de la
naturaleza (del egoísmo, de la sensibilidad, de la mentira, del disimulo)
significa negación de una parte sin la cual tampoco podríamos
decir “yo”. Parte maldita, como dirán
los hijos— ¿los nietos? ¿Los bisnietos?— de la modernidad. YO maldigo/maldice
una parte de mí — y nace el grandioso espectáculo, el fondo de provisión, lo
sublime inalcanzable: la (¡madre!) naturaleza.
6. LA GUERRA ADENTRO:
Está claro: “Yo” es, en
la ruinosa metafísica que por derecho de herencia recibe Kant, el Alma. Una cosa que no es una cosa: algo
humano que simplemente no desaparece cuando cada hombre concreto se extingue. Kant no se propone, como
indicamos antes, destruir a la metafísica. No estamos ante un ateo, un
anticristiano, un inmoralita, un escéptico irredento. Vamos: ni siquiera se
trata de un “científico” puro y duro. El profesor Kant es incluso un cristiano
ejemplar: es un pietista practicante.
Kant es una consecuencia de la moral
(cristiana): allí donde ésta experimenta una torsión.
El YO aparece —ante la
conciencia trascendental— como no-yo. El sujeto se (re)presenta como objeto. En
la crítica kantiana, ¿qué podría
significar esto, sino que yo soy mi
propio esclavo? Yo manda sobre mi parte segregada. Es decir: el espíritu
—la ley, la voluntad de ley— impera sobre la naturaleza — aquello donde la ley
ha de realizarse. Sí, pero habría algo más. Si hay algo que en mi naturaleza, en mi estar sea esclavo, ¿qué podría ser, aparte de (mi) Yo? Yo soy mí (propio)
esclavo puede ser leído al revés —y esto es lo asombroso de Kant (o de Hegel) —:
YO es — la esclavitud. Por el Yo la
esclavitud adviene al mundo. Por el yo la libertad es posible. Ser (humanos) es esta escisión, esta oscilación, esta
variación, esta inestabilidad. La puerta por la cual se introduce el mal en el
mundo.
Ángeles — caídos.
Porque, ¿no es precisamente eso lo propio de los ángeles? ¿Ser mitad humanos, mitad otra cosa? Y esa otra cosa, ¿qué es? ¿No será justo la mitad desgajada de nosotros mismos, mutilación imprescindible para
poder decir —para poder ser— “YO” o
“Nosotros”? Esa parte angélica, ¿no será lo
mismo que lo que nos queda de nuestra animalidad? Pero aquí volvemos a
pisar aguas movedizas — si es que algo así se
puede pisar. “Nuestra” animalidad. Eso es una tontería, o, al menos, un
abuso de lenguaje: la animalidad, por
definición, no forma parte del yo. Nunca
podría ser “nuestra”. La animalidad es aquello que hemos decidido segregar, separar, escamotear, domesticar, anular,
perseguir… o poner a trabajar. Aquello a lo cual —sin saber con certeza lo que es, cómo es, para qué es, sin saber si es— se ha declarado la guerra.
Pero ¿quién? ¿Quién o qué ha declarado la
guerra a quién, a qué?
Habría que agradecer a
Kant el que no nos ha dado la
respuesta (si bien ha abierto un siniestro boquete en la tradición). Es lógico:
si se trata de filosofía, proporcionarnos esa respuesta significaría que ya no
estamos avecindados en la caverna filosófica. “Se nos ha contestado” es casi
exactamente lo mismo que decir: se nos ha expulsado. Pues las certezas, ¿no son
patrimonio exclusivo de la fe, una
exigencia y una condición suya? Kant, contra viento y marea, se ha propuesto
entender qué hay detrás de la pretensión de hacer de la metafísica una ciencia
(un saber confiable, una seguridad).
Un conocimiento a salvo de toda sospecha. Ha sido, por cierto, y mal haríamos
en disimularlo, un entusiasta, un boy
scout del proyecto. El mejor, el más consecuente
(Spinoza es, por suerte, por imposibilidad, harina de otro costal: una anomalía). Agradezcamos a Kant no haber
podido levantar las persianas, ni abrir la puerta de par en par. Agradezcámosle
a Kant ser, a pesar de su oscuridad filosófica, a pesar de su respeto
crítico-práctico a la tradición, tan entusiásticamente claro. Tan, como todos los pensadores consecuentes, instructivo.
La pregunta que después
de Kant emerge naturalmente es, pues,
la siguiente: ¿quién le ha declarado la guerra a qué — y con qué proyecto en
mente? Tal es la pregunta que, creemos, toca el corazón de la modernidad.
Entre paréntesis: decir que “el hombre” le ha declarado
la guerra a “la naturaleza” no sólo resulta, en la propia luz de la crítica, una inexactitud. Una ilusión no
sólo teórica, sino, desde luego, política. A la luz de la crítica (que, según
veremos enseguida, es también una clínica),
el hombre es aquello que crea en sí algo
otro — y a ello le llaman, en buen cristiano, naturaleza. Qué bella es — pero qué lejos de la moral. ¿Cómo creer que, tras veinte
centurias de cristianismo, declaremos al “hombre” culpable de destruir a la “naturaleza”? ¿“Su” naturaleza? Kant
permanece entre nosotros precisamente porque, aun sin proponérselo
conscientemente, su crítica ha puesto al nosotros
no en el tribunal de la razón crítica, sino en el patíbulo de la indeseabilidad, de la perversidad de cualesquier
“nosotros”. Nosotros, ¿no
es la exageración, la intensificación, la invisibilización del YO? ¿No es su (merecida) apoteosis? Del
autismo yoico no se escapa por la ventana del autismo comunitario. El “nosotros”
no es ni lógica ni histórica ni físicamente posible sin la exclusión. Nosotros los occidentales, nosotros los cristianos,
nosotros los ilustrados, nosotros los críticos, nosotros los modernos. Nosotros, NOSOTROS, nos-otros. Je suis un autre. Pero no; yo no soy (un) otro.
Je est un autre.
Yo es (un)
OTRO. El otro —(lo) que no soy “YO”—
es aquello que en ningún caso puede llegar a ser un “yo”.
Entonces, por ejemplo,
la pregunta no podría ser: “¿puedo comportarme bien con el (lo) otro?”. La pregunta típicamente moderna no sería
la clásica “¿por qué hay cosas en vez de no haberlas?”, sino “¿por qué todo
funciona tan mal si un Dios bueno lo
hizo?”. Hay que deslindarse de Levinas y de todos aquellos filósofos que creen
que la filosofía se resuelve en ética
—y el pensamiento en religión—, pues persiste la impresión de que lo que compete a la filosofía de este tiempo no podría ser una
interrogación semejante. El problema, para comenzar, es que este tiempo no es nuestro (tiempo). Lo cierto parece ser que nunca ha sido ni podría ser nuestro, y
Kant (con su no-antropología) vuelve a decírnoslo, a su manera, pero también a
manos llenas. ¿A nosotros? Kant habla en dirección a un nosotros que no existe.
Pero a un nosotros que, críticamente,
desea existir. Reconozcámoslo: Kant sabe
que el Hombre (con mayúsculas) sólo existe como
proyecto. Y un problema más grave todavía es que los proyectos no existen (ahora).
Desde cierto punto de
vista incluso habría que decir lo contrario: sólo los proyectos tienen existencia. Al menos, dentro de este
mundo que se define por su proyectarse, por su necesidad de hallarse a sí mismo
solamente en la fuga del tiempo. El hombre, como “ser”, no es otra cosa que su proyecto. A saber: su salir de sí. El hombre, según hemos ido
viendo, es el único animal que se halla a
disgusto consigo mismo. ¿Lo (propiamente) humano?: saberse un yo — y ser
desgraciados por ello. Kant lo sabía: ser “yo” significa ser UNO sabiéndose irremediablemente,
inocultablemente OTRO. ¿El hombre? Un animal —el único, que se sepa— que no puede (¿porque no debe?) ser animal. El hombre, ese animal, extraño no a lo que él
no es, sino extraño a lo más propio de
sí, lo único que atina a saber de sí mismo es lo que ha debido excluir para
ser un “Yo”.
En suma: la posibilidad
de que exista un discurso del hombre
implica la exigencia de que el hombre sea —o se reconozca— como un objeto del discurso. El hombre habla de sí
mismo desde sí mismo. Un saber fiable
sobre sí mismo es, en consecuencia, un saber que le arranca de sí, que le
condena a ser una cosa entre las cosas. Un sujeto que es a la vez, y para sí
mismo, un objeto: un objeto que no puede
dejar de ser, a pesar de todos los tratamientos e intervenciones teóricas y
metodológicas, un sujeto. Terrible circularidad que Kant atisbó y valoró con
creciente desazón. Pues no se trataría de una circularidad “lógica”, sino ontológica: el sujeto/objeto de la
metafísica —o de la antropología— es, en palabras del propio Kant, “un abismo
de una profundidad insondable”[1].
7. LA CONDICIÓN DEL BIEN Y DEL
MAL:
Quizá la mejor
definición posible de la modernidad es la acuñada por Kant, precisamente en sus
reflexiones sobre la antropología. No es casualidad, por lo demás, que esta
formulación aparezca inmediatamente después de una aguda observación acerca de
los destinos del hombre. Un destino natural que sólo puede alcanzar “a
través de la coerción civil”, y un destino moral
alcanzable mediante la “constricción moral”. La visión del filósofo, en este
punto, es, hasta por sus metáforas, enteramente terapéutica: “Ya que los gérmenes del bien moral ahogan, cuando se
desarrollan, los gérmenes físicos del mal”[2].
La crítica se confunde con la clínica. La modernidad es el destino final del hombre: “El Reino de Dios sobre la tierra”. En
ese riguroso sentido, la modernidad es un proyecto — y un siempre renovado
exorcismo. Como dice Heidegger, “la antropología no es ya solamente el nombre
de una disciplina, sino que la palabra designa hoy una tendencia fundamental de
la posición actual que el hombre ocupa frente a sí mismo y en la totalidad del
ente. De acuerdo con esa posición fundamental, nada es conocido y comprendido
hasta no ser aclarado antropológicamente. Actualmente, la antropología no busca
sólo la verdad acerca del hombre, sino que pretende decidir sobre el
significado de la verdad en general”. La antropología es una disciplina, pero
en el sentido de ser la promesa de realización de esa promesa que es el hombre
mismo.
La concepción que Kant se ha forjado de lo humano es, por
todo lo hasta aquí reseñado, menos un sustrato inmutable que una exigencia,
menos un ser que un deber ser. Porque si el hombre es plasticidad, no hay
humanidad posible sin un sometimiento a leyes — tanto más eficaz cuanto más
voluntario. “El hombre es (aunque sea libre) una criatura que necesita de un señor”.
El hombre es un animal que debe ser domado
por sus congéneres y que sólo puede mantenerse bajo un poder irresistible e
incondicionado. El hombre, en tal sentido, es una tarea, su tarea. Kant define las condiciones de posibilidad del
mejoramiento del hombre en forma de máximas: 1) No debe dejarse a nadie por
debajo o por encima de la ley moral; 2) El mejoramiento ha de ser moral, no
solamente técnico; 3) No debe ser un mejoramiento individual, sino social; 4)
Ya que el progreso moral es esencialmente un progresivo desligamiento del
“mecanismo natural”, es preciso saber de
qué depende ese progreso.
Los hombres son (naturalmente) libres porque su
naturaleza —su instinto— no encuentra el modo de imponérsele íntegramente. La
naturaleza no sabe, ni puede decirle
al hombre cómo ha de ser. Por eso, la libertad no es “buena” y la esclavitud
“mala”. La libertad es la condición
del bien y del mal, su posibilidad misma. Esa libertad es, como dice el propio
Kant de una manera inquietante, nuestra condena. Porque somos libres — por eso necesitamos un Señor. La
libertad —la ausencia de una naturaleza que sea inapelablemente imperativa— puede derivar en arbitrariedad. Los
hombres tienen antojos y ocurrencias
— y ello los torna insociables. El Señor que ha de obedecer el hombre
—el respeto a la ley moral, que es en realidad una metáfora del poder del grupo
sobre el individuo— es la única posibilidad de salvarlo de su propio egoísmo.
En este punto haríamos
bien en repensar el cuestionamiento de Heidegger. No sabemos todavía por qué
debe reducirse toda la metafísica a
la escala de una pregunta por el ser del hombre. ¿Es porque sólo los hombres
hacen preguntas metafísicas? ¿Es porque la metafísica sólo puede referirse a
cosas de los humanos? ¿Es porque los problemas filosóficos tienen su “lugar
natural” en la esencia humana? Heidegger se preguntará no sobre la posibilidad
de la antropología (filosófica), sino acerca de la esencia de ese filosofar que
hace del hombre su zócalo, su objeto, su fin. Las preguntas que intentan
resolver las tres críticas kantianas elaboran un solo problema: el de la
finitud de la razón — que es, entonces, el de la finitud del hombre. ¿Qué es el
hombre? ¿Un animal racional, o un ser (que
se sabe) mortal?
La antropología de Kant no puede ser una ciencia. No
puede quedarse en el nivel de la ciencia, porque lo humano pierde, al situarse
en el mismo plano que las cosas de la naturaleza, su especificidad (y su
dignidad, añadiría Kant); si se trata de antropología, lo que el hombre
requiere no es una ciencia, sino una crítica.
¿Por qué? Porque lo humano consiste justamente en el ejercicio de la razón, y
la razón no es otra cosa que crítica. Si la antropología se
decanta por el lado de la ciencia, el riesgo de disolución es enorme; los
discursos científicos no han logrado constituir un saber de lo humano, pero sí
han contribuido, por el contrario, a desdibujarlo. Miguel Morey resume así el
problema: “Paradójicamente, el ser del hombre, por obra de esta inquisición
objetivadora, en lugar de armarse más sólidamente se pulveriza, se atomiza en
una multiplicidad de ámbitos discretos y lejanos. Los discursos antropológicos,
posiblemente sin pretenderlo, pero sí de hecho, inician un movimiento de disolución
de la unidad del hombre, tal vez irreversible —como si el hombre fuera el mito
específico que ese logos que es la antropología va a des construir, incluso sin
voluntad de hacerlo, incluso en el momento en que intenta decir su sentido”.
Desde su mismo inicio,
y por su inserción en el criticismo, queda claro que la “antropología” kantiana
no pretende ser una “ciencia neutral”, un saber “libre de valores”; al
contrario, su interés reside en la ayuda que pueda brindar a los hombres en su
incesante combate contra sí mismos.
La “antropología” no se conforma con enseñar que el hombre, por su conciencia,
es un animal egoísta que somete todo a su capricho: tiene que enseñarle también
con qué armas curar —o atemperar—
esas inclinaciones. En definitiva, para Kant la antropología es práctica — o no será. Esta antropología
pretende advertir, y ello en el doble
sentido de la expresión. Pues no sólo se trata de “darse cuenta” de lo que
somos y cómo lo somos, sino de comprender como
y porqué debemos ser — de que sólo podemos ser lo que debemos ser.
Todo el problema
consiste en saber quién o qué (nos) manda
ese deber.
8. DEL DATO AL MANDATO:
En definitiva, la supremacía de la razón práctica sobre
el entendimiento equivale a reconocer que el hombre es menos sapiens de lo que gusta imaginar. Su
razón es finita, y si para algo sirve
es menos para saber muchas cosas del mundo que para sujetarse a sí mismo. Claro que la ciencia puede
servir para esto mismo; nada más. La
filosofía es —o se transforma en— antropología no porque sea una “ciencia del
hombre”, sino porque, edificación de la razón práctica, ayuda a constituirlo en
cuanto que hombre, en cuanto sujeto — de una moral. La
filosofía —la metafísica— no es antropológica porque describa al hombre, sino porque lo erige (y lo exige).
Si la razón es finita,
difícilmente conocerá el mundo “como Dios manda”. Pero Kant encuentra
precisamente en esa finitud la posibilidad de justificar la idea básica: Dios manda. Lo divino no es que la razón
pueda saberlo todo (como tratará de probar, después, Hegel), sino que sea ella quien mande. Es divina porque no necesita nada fuera de su propia
afirmación. La (razón) crítica debe ser absoluta: libre de ataduras y
puntos de apoyo “en el cielo y en la tierra”[3]:
no ha de ser ni una teología ni una eudemonía. Y para ser absoluta, no podría
ser impuesta desde fuera. Ella es, de
siempre, lo humano. Pero, como hemos
visto, lo humano es una escisión, una interferencia
entre razón y naturaleza. La
“parte natural” del hombre es el amor
propio. La “parte humana”, o “racional”, es la felicidad. La razón puede someterse a la naturaleza — y entonces se
convierte en técnica; o bien, la
naturaleza se sujeta a la razón — y se transforma en una (antropología) pragmática. Esto parece significar que
no existe nada, en la “naturaleza” de los hombres, que les obligue a hacer de
su conducta individual una máxima
universal. El amor propio basta para permitirle sobrevivir… como animal.
Como ser humano, ha de atenerse a un imperativo que no está en su naturaleza, que de hecho la violenta. El hombre es un animal metafísico; pero la metafísica
no es un conocimiento del mundo, sino aquello
que está por encima del mundo (natural), y de lo que no puede haber otro
conocimiento que el simple saber que “es”:
que hay una Ley moral que nos hace hombres. Esta Ley es “santa”
porque es incondicional, no porque
haya sido “revelada”.
La razón no puede
ponerse al servicio del instinto; el instinto es, en este sentido,
infinitamente más sabio que la razón.
La razón no puede ponerse al servicio de nada distinto a ella misma. Y la
posibilidad de que exista algo así es, para el hombre, una revelación: la
revelación de sí mismo como una criatura “condenada” a la libertad. Libertad,
como decimos, del mundo sensible, de
la naturaleza, de la experiencia, de las cosas… Por la razón conoce un mundo…
que Kant encuentra finalmente incognoscible (para el entendimiento). La razón
es la revelación de un mundo sobrenatural
— de algo que no es “mundo”. La
razón no dice “es”; dice: “haz”. Pero
un “haz” que procede de uno mismo. Lo
humano no es un dato, sino un mandato. “La dignidad de la humanidad”,
sentencia Kant, “consiste precisamente en esa capacidad de ser legislador
universal, aun cuando tiene la condición de estar al mismo tiempo sometido justamente
a esa legislación”.
La dignidad, la
diferencia, el deber del hombre, consiste en que sólo puede ser libre sometiéndose a ese Señor que no está ni
en el Cielo ni en la Tierra, que no pertenece ni al futuro ni al presente, que no está en lugar ni en momento alguno.
Ese “Señor” sólo puede ser “la idea interior de la libertad, la que la
inconmovible ley moral le propone como fundamento sólido para poder poner en
movimiento, gracias a sus principios, la voluntad humana misma en su
antagonismo con la naturaleza entera”. Una idea que no puede depender de una
revelación, y tampoco de una experiencia contingente. Una idea absolutamente necesaria, algo que, por
definición, jamás podría hallarse entre las cosas de este mundo.
Ese Señor, para el
ilustrado profesor Kant, es la (Razón) Crítica. Una crítica que ni siquiera
puede soñar con escapar a y de sí misma. Que el Señor se someta a la Crítica —
he ahí la definición kantiana de libertad. Por lo mismo, Kant no se hace
ilusiones acerca de los tres grandes temas de la metafísica. En particular, el
hombre es un ser escindido. La antinomia de la razón ha sido el punto de
partida de todo el criticismo, y en su núcleo Kant descubre la escisión
radical: el enfrentamiento entre el conocimiento y el deseo, o, mejor dicho, el
conflicto inconciliable entre las facultades cognoscitivas y las facultades
deseantes. Si se trata de saber, el sujeto está inclinado hacia el mundo, pero
sólo para reconocer que la verdad del mundo no está en él, sino en el sujeto
para el cual se presenta como fenómeno. Si se trata de desear, el individuo
busca asimilarse un mundo que sólo por el altruismo encuentra como verdadera y
purificada libertad. Las dos facultades se tuercen sobre sí mismas, volviéndose
críticas. “Tal la espléndida
‘maquinaria’ de la antitética kantiana, salvada precaria, humanamente, por el
Juicio: ese talento ‘natural’ que no se puede enseñar, ni adquirir”. Sobre esta
paradoja, ¿podría decidirse la posibilidad o imposibilidad de la metafísica? Al
menos se entiende que baje del cielo sin confundirse con la tierra. La metafísica es en todo caso
tan imposible como es imposible lo humano. “Contra los que se obstinan en no
ver en el racionalismo más que una irritante parcialidad, desconociendo así que
el único modo de ser racional es querer serlo, y que la única elección libre es
la de la libertad, Kant supo mostrar que el hombre no dispone de su razón como
de una luz, sino que se hace libre sometiéndose a lo que esa razón exige de
él”.
La respuesta a esa
cuestión no está en el cielo de la religión ni en la tierra de la naturaleza,
sino en el incómodo entre que ocupa
ese animal contrariado que es el
hombre.
Kant distingue una
filosofía en el sentido académico y otra en el sentido cósmico (in sensu cosmico): ésta
última es la “ciencia de los fines últimos de la razón humana”, o
bien, la “ciencia de las máximas supremas del uso de nuestra
razón”. Se puede delimitar el campo de esta filosofía en sentido
universal mediante cuatro preguntas:
1. ¿Qué puedo saber? Metafísica
2. ¿Qué debo hacer? Moral
3. ¿Qué me cabe esperar? Religión
4. ¿Qué es el hombre? Antropología
2. ¿Qué debo hacer? Moral
3. ¿Qué me cabe esperar? Religión
4. ¿Qué es el hombre? Antropología
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